Diario Córdoba

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Joaquín Pérez Azaustre (Julio 2023)

Músicos de sombras

Solo nosotros podemos dirigir esa orquesta, saber qué se dijo y quién, cómo nos afectó

Qué queda de nosotros en todos los espacios que hemos habitado, qué resplandor se erige entre las sombras para nombrar un tiempo que fue nuestro. Vamos dejando atrás irremisiblemente el pasado, pero también seguimos escribiéndolo: lo vivimos de nuevo en fotogramas detrás de la retina, lo vamos reinventando al convertirlo en la sustancia que acumulas irremediablemente. Se podrían cortar las ligaduras con todo ese arrastre porque la ganancia es el presente en plenitud, este aquí y ahora: pero somos también todo lo que sumamos, esos escenarios abatidos sobre nuestro recuerdo. Escribió José Luis Rey que al paraíso no se puede volver, y es una gran verdad: más aún si ese paraíso no llegó a serlo tanto, porque entre su belleza nos procuró dolor. A pesar de eso, qué tendencia abismada hay en nosotros al tratar de asomarnos a esos precipicios del recuerdo, a esa escalada gris de una memoria que se va deshaciendo lentamente, porque se difumina lo que fue para afianzarse en lo que recordamos. Sin embargo, los objetos nos hablan: la mesa en que estudiamos siendo niños, unos pocos juguetes que aún perduran, las tablas de madera en la cocina, unos pocos cubiertos, unos libros. Somos esos objetos porque también podemos reencontrarnos en ellos con los hombres que fuimos y con las mujeres que seremos. Somos esa frecuencia, ese tacto apenas demorado en la caricia limpia de los ojos. Somos esos momentos que regresan no con la sensación de estar volviendo a un lugar evocado que se ha convertido en otro, sino como barridos del recuerdo, como esos fogonazos que de pronto nos pueden deslumbrar para abrir su ventana hacia otro tiempo. Pero ¿volver, o no volver? ¿Ser o no ser? He aquí la cuestión. He aquí el dilema, la tensión, la sístole y diástole del ánimo antes de afianzar los pies sobre la tierra para fundar la luz de cualquier tiempo nuevo. Dejarlo todo atrás, y respirar, o preparar nuestra vuelta, para salir ilesos.

Los regresos a esos escenarios, aunque sean inevitables y gozosos a veces, siempre nos reservan un conflicto. Entre el ayer y el hoy, al menos. Porque estamos ahí, y esa fragilidad que aún recordamos nos asalta de nuevo. En expresión raphaelísima, seguimos siendo aquel, porque los escenarios reivindican el lugar que ocupamos sobre ellos, aunque fuera hace tiempo. Y eso te pone en guardia, porque acecha tu construcción del presente. Por eso esos regresos suelen ser arriesgados. Por eso no se debe volver a ningún paraíso si no te sientes fuerte, si no estás muy seguro de poder resistir el acecho de ser aquel que estuvo allí. Porque el escenario, lo que exige -si es que tienen alma los espacios, si es que dejamos algo nuestro en ellos o en el camerino, la antesala de nuevas funciones- es que vuelvas a interpretar el mismo papel. Que sigas siendo el mismo y que te duela o te alegre lo mismo. Por eso la sensación de escapar silenciosamente y comenzar de nuevo en otra parte, y tener otra vida -y no otro nombre, o quizá sí, pero en cualquier caso otro perfil- puede ser, a veces, una tentación: voy a refundar mis exteriores, comencemos a rodar allí.

Todo esto me viene a la cabeza porque estoy releyendo ‘Parte de ausencias’, un gran libro de Alejandro López Andrada. Alejandro es nuestro gran poeta de la naturaleza y el visionario que nombró la desaparición del mundo rural antes de que se pusiera de moda como un fenómeno de hípsters que desean redimirse no se sabe de qué con su pulso ecofriendly. Pero en este libro, más allá de la acotación de un mundo, hay ya otro tipo de desolación más existencial, más honda, más de un hombre que avanza, escribe, ve crecer a sus hijas; pero también se va quedando cada vez más solo dentro de su recuerdo, con rostros que gravitan y le hablan, le asaltan cuando vuelve a esos escenarios, como en su poema ‘Músico de sombras’. Eso somos, músicos de sombras desbrozando el recuerdo, porque solo nosotros podemos dirigir esa orquesta, saber qué se dijo y quién, cómo nos afectó, cómo era del desayuno compartido los primeros días del verano, cómo y por qué brindamos, qué esperanzas había dentro de esa casa que ahora mismo ya sólo es su ruina.

«Algo más allá / sorteo las mesas del comedor vacío (...). ¡Hay tanta oscuridad / en la pequeña mesa / del cuarto donde estudiaba!». La pequeña mesa permanece con esos sueños sobre la madera, en ese comedor ya no se sienta nadie. Todo sigue ahí dentro; pero ya no está, aunque lo intentes. Porque somos músicos de sombras. Y salimos de allí, y tocamos la luz, para seguir viviendo.

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