Diario Córdoba

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Miguel Ranchal

El látigo macareno

«Llega Macarena para simbolizar aquella atracción donde la calma chicha precedía a las curvas»

Después de la terrible censura de la pandemia, la Feria ha recuperado sus antiguos pulsos. Ese adiós al mes de mayo alimenta la nostalgia y nos entronca con la dinámica incesante de Heráclito, que advertía que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Quedan, no obstante, feriadas percepciones que ayudan a hilvanar de manera lúdica las edades del hombre. Pintar canas es remontarse a la bullanguería de altavoces de la calle del infierno, con el reclamo de atracciones arrebatadas a la cinematografía de Fellini: el Monstruo de Guatemala, la Mujer Araña; por no hablar de esa cadencia de radiofórmula del reclamo de las hamburguesas, que se funde en negro con el trepidante claxon de los coches de tope.

La feria ha sido y será conciliábulo de la clase política. Entre otros motivos porque de manera cadencial se convierte en la antesala de las municipales y hay que dejarse ver en el ferial para consolidar expectativas electorales. Y al igual que el musgo indica el norte en la corteza de los árboles, las casetas de los partidos son una marmita donde se cuecen los ánimos para los venideros comicios. Queda al margen de esta máxima el Rincón Cubano, porque la salsa y la bachata tienen una vocación ecuménica. Apelando a Bob Dylan, la respuesta no está en el aire de la feria, pero la izquierda andaluza desprende pesimismo. Nada más estrafalario que comparar a Pablo Iglesias con Alejandro Magno, pero los despojos de sus dominios se están repartiendo entre generalas que convierten en un reñidero hasta las marcas electorales. Frente a esta babelización de la izquierda, la solera socialista no presenta indicios de aglutinar la mayor parte de la masa electoral de la Comunidad, quebrando esta fortaleza sostenida durante más de tres décadas en la que Andalucía era para el PSOE lo que la Alesia de Astérix para los galos. Ahora, apagadas las ascuas susanistas, Juan Espadas es un candidato pirandelliano, buscándose tanto como personaje como autor; batallando contra esa imaginería de fin de ciclo que, en un cuasi orteguiano yo y mis contradicciones, se están transmitiendo desde la Moncloa.

En su descargo, no es fácil gobernar con una mayoría tan escuálida, a la que se ha alimentado conjugando el presentismo, el tacticismo y unos posicionamientos exacerbados para atemperar la arrogancia independentista -lo de llamar piolines a los cuerpos de seguridad es un gracejo sin ninguna gracia-. Y para laminar más al Ejecutivo, la táctica de Feijóo se centra en demostrar que, en lugar de una férrea oposición, más erosiona una magnanimidad pragmática.

La clave está en un partido que usurpó el verde a los ecologistas para esconderse bajo una piel de cordero. Vox sigue alimentando el suflé del desencanto, prueba evidente de que el populismo se tornasola despreciando saltar de uno al otro extremo del espectro político. Muchos andaluces, ansiosos de convertirse en marselleses lepenistas, flameando el pendón de la toma granaína o practicando la liturgia del Quema y el tamboril. Y llega Macarena Olona, abogada del Estado y mártir cunera, para que los peperos zarandeen todos los votos de la moderación. Parece inevitable que se tensionen las costuras del Estado; que los conservadores no se reserven el derecho de admisión a los piropos y busquen un/a Ian Paisley que consiga la alquimia del entendimiento. Llega Macarena para simbolizar aquella atracción donde la calma chicha precedía a los espasmos de las curvas; donde las frivolidades de la una, grande y libre pueden allanar los arrepentimientos. Parece llegado el tiempo de desengrasar otra atracción de feria, y por sus connotaciones, las urnas apuntan a que sea el látigo macareno.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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