Diario Córdoba

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Antonio Agredano

BAJO EL PUENTE DE HIERRO

Antonio Agredano

Piropo

Esto no va de elogiar la belleza, sino de evitar el silabeo vulgar, incómodo y onanista

Yo no digo que el piropo sea un delito, ni siquiera leve, pero jamás defenderé que sea una muestra de admiración e ingenio popular. Eso defendió la diputada de Vox Carla Toscano. Le preocupa que la ley orgánica de garantía integral de la libertad sexual acabe con el burreo callejero. Con esos hombres que, obnubilados por la hermosura o la carne de mujeres anónimas que caminan, solas o con otras amigas --porque de piropos a señoras que van con sus novios, padres o esposos no hay constancia--, decidan hacer público su deseo. Toscano cree correcto, y hasta halagador para las mujeres, que un varón desconocido se gire, te mire de arriba abajo; se detenga perezosamente en tus tobillos, tus muslos, tus tetas, tu boca, tus ojos... y emita un juicio a voces sobre lo follable o bella o coqueta o calurosa que eres.

Yo puedo entender que a ella le parezca bien que le digan cosas por la calle. No seré yo quien juzgue la vanidad de cada cual; sus gustos, sus preferencias. Incluso su concepto de cultura, o de poesía, o de libertad. Entendiendo como libertad la ausencia de decoro, de primaria educación y de respeto. Es un camino complejo el que transitamos. Mi padre me contaba que de niños recibían a pedradas en su pueblo a los niños que venían de los municipios limítrofes. A lo mejor a alguien se le ocurre rescatar esa tradición y revestirla de folclore. Las ‘piteras’, como llama mi padre a las cicatrices que dejan las pedradas en la cabeza, serían expresiones culturales, un fruto más de la honda sabiduría de nuestra tierra.

A mí me aterra la modernidad porque, paradójicamente, a menudo consiste en rescatar usos del pasado. Hasta hace nada, al menos, era moderno tajarse con vermú, o comer en restaurantes que servían la comida en vajillas duralex color ámbar --de esas que ya parecían antiguas cuando las usaban nuestras abuelas--, o parir en casa, o hacer nuestro propio pan, o dejarse bigote, o votar a esos partidos ensimismados con una España que nunca fue. Porque la modernidad es, sobre todo, trampantojo. Decorado. Reescritura. Ni siquiera es una cuestión de ideología, es pura nostalgia. La incomodidad del presente, que es la peor de las dolencias, cuando no creemos en el ahora, no queremos trabajar para el mañana y sólo en el ayer encontramos un consuelo breve y efervescente como el agua oxigenada vertida sobre la herida.

Dijo Carla Toscano que detrás de la nueva ley orgánica hay un «odio a la belleza». Yo creo que a la belleza hay que llegar leído. El piropo fue en su día una herramienta para la galantería, un poemita halagador, un acercamiento lisonjero. En el piropo hay confianza, reciprocidad y picardía. Existe todavía, en los fuegos que enviamos en el Instagram. En los emoticonos. En los mensajes de madrugada. El roneo no ha muerto, pero sí morirá el exabrupto, el baboseo inesperado, la desvergonzada y zafia intromisión de hombres irrefrenables en la sexualidad de mujeres que caminan solas, o esperan el autobús, o llegan tarde a una reunión y van repiqueteando sus tacones entre bares y semáforos. Esto no va de elogiar la belleza, sino de evitar el silabeo vulgar, incómodo y onanista.

Todo avanza, a nuestro pesar. Siempre hay que apelar a la hermosura. En este tema es mejor no jugar al aristotelismo. No comulgo con el puritanismo new age de la nueva izquierda, pero aún menos con el folclorismo rancio de ciertas derechas. No creo que el Código Penal deba meterse en esto, pero sí estamos obligados a pensar en un futuro que ya pisamos. Un mañana en el que debe primar el respeto, la mesura y la educación. En la calle y con el móvil en la mano. A la cara y por detrás. Habitamos el deseo. El deseo es una casa y no una cárcel. Haríamos bien comportándonos como exquisitos anfitriones y no como reos desesperados.

*Escritor

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