Diario Córdoba

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Joaquín Pérez Azaustre (Julio 2023)

Paraíso de palabras

Las llevamos cosidas debajo de la piel: son tatuajes de nuestra identidad que a veces no advertimos

Nos vamos apropiando de unas pocas palabras para nombrar la vida. Las vamos modulando al asociarlas a un recuerdo propio: lo que han significado, lo que son. Palabras como amor, como amistad, como nobleza. Palabras como hermano o como padre. Y unas cuántas más. Las llevamos cosidas debajo de la piel: son tatuajes de nuestra identidad que a veces no advertimos, aunque volvamos sobre ellas una y otra vez. Sucede también algo parecido al escribir: acabas el primer borrador de una novela, o incluso de un artículo, y de pronto detectas unas cuantas palabras que repites, a las que regresas con frecuencia sin que el texto lo exija. Recuerdo la lectura que me hizo un amigo de una novela mía hace ya varios años: tenía, o eso recuerdo, un aire crepuscular, y cada vez que el cielo aparecía era de color azul cobalto. Yo debía de sentirme entonces muy entonado, muy en comunión con la escritura cada vez que escribía cielo cobalto: ese momento azul de plenitud. Pero cuando alguien te hace esa observación tan delicada, la tienes que incluir en la relectura posterior. Porque si cargas la suerte en la expresión, al citarla en exceso, tiende a perder sentido. Algo parecido nos ocurre en la vida: es hermoso decir a alguien cariño, si de verdad lo amamos, pero tiende a borrarse progresivamente si extendemos esa fórmula con un cierto derroche. Aunque al hablar, como en todo, que cada uno haga lo que quiera, es cierto que también las palabras se gastan, como los firmamentos de cobalto, si abusamos de ellas o las usamos mal. Por eso cuando digas amor, o edad, tienes que ser consciente de lo que estás diciendo: de su contenido de fabulación en esa biografía minuciosa que articulamos al vivir. Y cada palabra, como lealtad, como ambición, como talento, como familia o sueño, tiene su propio lastre de pasado en la espalda. Quizá por eso nos vamos encorvando al hacernos mayores: por ese mismo peso de memoria en los hombros, por ese equipaje con el que hemos nombrado nuestra vida, por toda nuestra carga de lenguaje.

Es otra forma de hacer papiroflexia, esas figuritas de papel con que nombrar el mundo. Cuando era pequeño, me fascinaban los barquitos de papel y mi padre hacía muy bien las pajaritas. Ya no eran papel, porque eran cuerpos: y de pronto el papel se convertía en palabras, con su extensión erguida sobre la realidad. Leo estos días un pequeño libro de aforismos de Guillermo Busutil titulado, precisamente, Papiroflexia. Son auténticas joyas, son obras de arte concentradas en ese tiempo mínimo que da una línea o dos. Y de pronto te asalta la amplitud de un mundo que alcanza resonancias increíbles dentro de tu lectura. Porque es, también, la lectura, una protagonista de este libro, y los escritores y las escritoras que ha amado y ama Busutil, y la propia escritura, y la propia vida entre los libros que al final son bebidos como una madrugada en pie de guerra. Tengo que dar las gracias a Guillermo por incluirme, por darme su visión sobre mis pasos. Dice que escribo para volver al paraíso; más allá de la imagen, creo que tiene razón. La pregunta sería hacia qué paraíso me dirige ahora mi escritura: que nuevos lugares se te ofrecen también con las palabras en la espalda, con esas figuritas de papel que siguen habitando nuestros días.

Creo que el paraíso, igual que las palabras, puede ir recreándose en el tiempo. Es decir: no hay paraíso fijo, no hay sentido de mármol en las lentas palabras que alcanzamos al revisar la vida. Todas las que he nombrado pueden ir cambiando de textura, de rostros y de voz, mientras inauguran un espacio. El paraíso debe ser inmóvil, porque vamos creciendo. Y el peso que nos lastra hacia el pasado, como escribió Fitzgerald al final de Gatsby, no debe impedirnos avanzar. Por eso las palabras, con su papiroflexia de figuras que antes ocuparon nuestros amaneceres, se deben renovar para vivir, y volver a llenarse.

El paraíso puede ser también leer este bello libro con un rotulador naranja que nos haga detenernos al pie tocado ya de un aforismo, subrayarlo y de pronto hacerlo nuestro. Creo recordar que Baudelaire nos ronda en este hermoso libro, con sus gatos curvando la ciudad en tejados acuosos, entre plantas que tienen su propia historia dentro. Luz de luna y lenguajes que vuelven a nacernos incluso en la sorpresa de un fotomatón: escribir es un acto de amor entre dos mundos. Compartir la indagación de estos aforismos que parecen unos mandatos de la eternidad es un silencio íntimo en el tacto de cuerpos que son palabras.

* Escritor

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