Diario Córdoba

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Antonio Agredano

Bajo el puente de hierro

Antonio Agredano

Tirar de la cuerda

«El Rey vuelve a casa porque ni siquiera el dinero espanta el miedo»

Arvydas Sabonis en los Portland Trail Blazers. Un póster de Natalia Estrada detrás de la puerta de David. El olor a potingue veraniego de zanahoria en los hombros de mi primer amor. Prisa por nada. La verbena llenándose antes del anochecer. La mano de papá tratando de domar mis rizos. Las chapas de los botellines de Águila. Boquerones en vinagre. Helados no premiados. Las ampollas en entre el pulgar y el índice por el roce con los puños de plástico de la Akimoto GAC. No es nostalgia, es mono. Un latigazo en el corazón. Una dependencia de aquel sol, de aquella ligereza, del tiempo que ya nunca.

Todas las generaciones son generaciones de cristal. El tiempo es el suelo contra el que estallamos, uno a uno, en una coreografía rota y vidriada. Que estamos solos lo aprendemos tarde. Esta heroicidad minúscula. El teléfono de madrugada. Alzar la voz en una ventanilla. Dedico mis días a pasar en calma las noches. Las casas son ramos de secretos. Somos mejores en el silencio. La vida es terrible y bella. El Rey vuelve a casa porque ni siquiera el dinero espanta el miedo. Hay trazas de piedad en cualquier vileza. «Un tiempo de tristeza protectora», llamó Joan Margarit a ese momento en la vida, «cuando ya no hace daño la vida que se pierde, cuando ya la lujuria es tan solo una lámpara inútil, y la envidia se olvida. Es un tiempo de pérdidas prudentes, necesarias, y no es un tiempo de llegar, sino de irse».

Me siento emérito y plurinacional, me siento hasta un piolín zozobrado últimamente. Las cosas son como son: Doradas y desconcertantes. Dios me libre de la pureza, que ya me apañaré yo con la indecencia. Dice mi tía Teresa: «Yo ni olvido ni perdono, sólo disimulo». He hecho mía su frase. Cada mañana me la recito. Tengo mala memoria, a veces olvido hasta el daño. A veces en pleno llanto me olvido de por qué lloraba. Marta besó a mis dos mejores amigos en La Comuna una noche. Estaba decepcionada conmigo porque habíamos roto y yo ya no quería volver. Esa fue su manera de mostrarme su enfado. Los cogió de la solapa, primero a uno y luego al otro, y pasó su lengua por sus labios como un perro frente a unos huesecillos mondados. Luego ella salió del pub sin mirar atrás y mis amigos vinieron gachos a pedirme disculpas. No había necesidad. Cada cual sabe dónde hunde su boca. «Está bien así, ya somos todos adultos», dije. Y aprendí. Y bebí. Porque hay tragos que sólo con tragos se llevan. Porque hay noches que sólo con otras noches se curan. Luego Marta y yo nos hicimos amigos, dentro de la amistad chill out que puede haber entre dos personas que tanto se amaron. Hablamos sobre aquella noche. «Simplemente elegí una forma placentera de decirte que me hubiera gustado pasar más tiempo contigo», me dijo.

La reina Sofía volverá de Miami para ver un rato a su esposo. Qué se dirán. Qué compartirán en este tiempo del irse ya. Me dan ternura los matrimonios que ya no se aman, porque son los más cariñosos. El amor es despótico y absoluto, el amor es capcioso y feroz; el desamor, sin embargo, une muchísimo. El desamor es cándido. Dan ganas de acariciar el desamor, como a ese perrito silencioso que un señor mayor ha dejado atado en la puerta del supermercado. Hay toda una arquitectura basada en la tragedia. Echo de menos aquellas tardes en palacios invisibles. Cuando las camisetas blancas quedaban mejor. Cuando el cielo era azul y golosamente nuestro. Los días pasaban ligeros. Todos los almuerzos eran frugales. Tengo nostalgia porque ya apenas me enfado. Hay un tiempo para todo. Un tiempo para romper con saña. Un tiempo para pegar las piezas con torpeza. El amor es como una de esas grúas de la feria que al elevarse pierden su fuerza. El desamor es como tirar de la cuerda, siempre tiene premio, aunque a menudo sea una mierda.

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