Diario Córdoba

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Miguel Ranchal

La fisiología del pudor

La regla no puede considerarse una enfermedad, ni tampoco remontarse a estigmas del Paraíso

La liberación de la mujer es una cuestión parangonable en sus controversias a las cuestiones políticas o religiosas, y más si es un varón quien se atreve a visitar ese gineceo. Para tirar de uno de sus hilos inabarcables, lean ‘Dolencia’ de Helia Correia. La escritora portuguesa describe los amores tóxicos entre Dante Gabriel Rossetti y Elizabeth Siddall, la musa de los pintores prerrafaelitas que perpetuó el sentimiento necrófilo de la vida posando para John Everett Millais como la Ofelia ahogada de Hamlet. Entre las sesiones de la modelo en la bañera y la peineta de las Pussy Riot a las satrapías de Putin median varias eras geológicas. El misticismo de los prerrafaelitas es fagocitado por los impresionistas. La mujer que almuerza en la hierba de Manet, un desnudo sin mitologías, pudores, ni gabinetes secretos para abrirle camino a toda una sucesión de movimientos artísticos.

La larga marcha del movimiento femenino enfila caminos paralelos a la fisiología del pudor. Se forjó una intangible división de tareas, con las sufragistas zarandeándole al canon misógino el voto universal, mientras las secuelas de la Gran Guerra decaparon los corsés con ayuda de Cocó Chanel. Otra derivación bélica fue la metonimia del bikini, el atrevimiento del baño de dos prendas en honor del atolón bombardeado. Mary Quant fue la quintacolumnista de la minifalda, mientras desde el otro flanco los Sex Pistols lanzaban otras salvas a la Reina, asqueados de la pacatería de ese Estado del bienestar. Y las transparencias en las pasarelas se transformaban en la mejor metáfora para romper el techo de cristal.

La constante fisiológica: La Ley de la Silla, de principios del siglo XX, mejorando las condiciones de las tabacaleras; la protección de la maternidad como arbotante de un Estado social; y, por ende, el derecho al aborto como baluarte de la feminidad. Pero quedaba incompleta la cartografía del tabú. La regla era la última frontera. La que te hacía impura para visitar templos balineses o cargaba de esotéricos eufemismos el eterno femenino. Para eso estaba la vanguardia feminista, marchando, como apostrofaba Rigoberta Mandini, al estilo Delacroix. No es fácil ser ápice de las dinámicas sociales. Y muchos -aquí muchas- se beneficiarían de los logros parlamentarios. Pero quizá hay que mensurar el criterio de oportunidad para no obcecarse en el papanatismo. Podemos anuncia un desiderátum de máximos que, de prosperar, posiblemente sería recortado en sede parlamentaria. Se habla de una incapacidad temporal especial por menstruaciones dolorosas. Para empezar, la regla no puede considerarse una enfermedad, ni tampoco remontarse a estigmas del Paraíso. Si es difícil saber a qué huelen las nubes, más lo es determinar el umbral del dolor. 

En su declaración de máximos, la ministra de Igualdad tampoco topa el tiempo de duración de esa baja, lo que puede provocar disfunciones en el tejido productivo -difícilmente podría arraigar en las pequeñas empresas-. Asimismo, su accionamiento crearía el cisma de la discreción, mujeres que, sin imbuirse de la mística prerrafaelita, entienden compatible lo íntimo con lo natural, dándole a este tándem prelación. Sin dejar atrás otros agravios, como la viabilidad técnica y jurídica de hacer extensivas esas conquistas a las sintomatologías de la menopausia. El espectro femenino abarca una gama muy amplia. Tan mujer es una militante de Femen como una Carmelita descalza. 

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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