Diario Córdoba

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Carmelo Casaño

LA RAZÓN MANDA

Carmelo Casaño

La incomparable Transición

Fue un quehacer político que rompió el enfrentamiento de las dos Españas que tanta sangre y dolor y desastres nos trajeron

Como, ahora, a pocas fechas de cumplirse los 45 años de las primeras elecciones democráticas, en determinados grupos de opinión se habla de que España necesitaría, para superar el tiempo difícil que se avecina, un gran pacto de Estado, semejante al que existe en la República Federal Alemana desde hace más de un lustro, nos parece oportuno recordar que, en puridad, nuestra Transición fue un amplio e insólito acuerdo estatal que nos condujo de la dictadura a la democracia. En consecuencia, resulta penoso que todavía existan españoles, primordialmente jóvenes, que la desconocen, y eso que el antiquísimo Herodoto enseñó que «la Historia es la gran maestra de la vida». También, hay que tener bien presente, cuando se trata de enjuiciar -como haremos a continuación- la acción pública que, de acuerdo con Bismark, «la política es el arte de lo posible». Pero conseguir lo posible siempre demanda el conocimiento preciso de los aconteceres pasados y actuar, desde las urgencias del presente, con perspectivas de futuro.

EL ANTECEDENTE. La Transición de la dictadura a la democracia, cada vez más alabada fuera de España y controvertida en ciertos círculos del interior, fue un quehacer político que rompió el secular enfrentamiento de las dos Españas el cual, durante el tiempo contemporáneo, tanta sangre y dolor y desastres le han costado a este país.

El espíritu de la concordia que caracteriza a la Transición, concretado en la Constitución del 78, raramente existió en nuestro transcurrir histórico. Ya, en pleno siglo XV, el poeta castellano Gómez Manrique -tío de Jorge, el autor de las famosas coplas a la muerte de su padre-, clamaba, cuando no existía en sentido estricto la nación, por la concordia nacional, pero para conseguirla había que «facer la mayor tala de la discordia».

Pues bien, en nuestro tiempo, dicho afán de avenencia tiene su origen en una reunión de españoles celebrada en el mes de junio de 1962. Entonces, en la capital de Baviera, se encontraron personas antiautoritarias que convivían en el franquismo y republicanos de la diáspora, para acordar que, una vez concluido el régimen existente, era imprescindible un retorno democrático pacífico, sin enfrentamientos, concordado y promovido por todas las fuerzas políticas. El dictador, furioso, llamó a la constructiva reunión «el contubernio de Munich» y desterró a varios asistentes, mandándolos una temporada al archipiélago canario.

En dicha fecha -1962- está la génesis y el espíritu de la Transición que, a nuestro entender, se dilató desde 1975 hasta 1986: es decir, desde que el rey Juan Carlos despide de la Presidencia del gobierno al llorón Arias Navarro, sustituyéndolo, tras una maniobra sutil y hábil, por el joven Adolfo Suárez, que había sido impulsado por Herrero Tejedor, secretario general del Movimiento, pero que nunca vistió la camisa azul de los falangistas; dilatación temporal que -insistimos- duró hasta 1986, fecha de entrada en la entonces Comunidad Económica Europea y momento en el que ratificamos, tras referéndum promovido por Felipe González, nuestra pertenencia a la OTAN.

Hay profesores y estudiosos que suelen situar el fin de la Transición en 1982, cuando el Partido Socialista llega al Gobierno con una amplísima mayoría parlamentaria, pero preferimos colocar el fin del importante acaecer sociopolítico, cuando España se incorpora a organismos internacionales de Europa -y a la OTAN-, que nos habían sido vedados durante la dictadura.

En dicha larga década, tiempo en el que los seguidores de Fraga Iribarne, careciendo de relevancia, actuaron a regañadientes, la Transición tuvo su máximo exponente en la consensuada Carta Magna, bien llamada Constitución de la Concordia que, en el Congreso de los Diputados, solo había recibido 7 votos en contra: 6 de Alianza Popular y el otro de los criptoetarras de Batasuna. Unos números conservadores que no deben producir extrañeza pues Fraga -aunque fue uno de los siete «padres» constitucionales-, había escrito desde Londres, en diversas ocasiones que, acaecido «el hecho sucesorio» -ese era el eufemismo utilizado para nombrar la muerte del dictador-, el régimen debía pervivir con unos puntuales retoques normativos aperturistas que especificó en varios artículos publicados en «la tercera» del periódico Abc.

LOS HITOS DEL PROGRESO. A lo sobredicho debemos añadir varios hitos de progreso muy relevantes, que ahora se suelen olvidar. Enumeremos los principales logros que nos hicieron pasar de la dictadura monolítica a la democracia plural: Abrir las cárceles y las fronteras para que en España no hubiesen ni exiliados exteriores ni presos políticos, algo que no sucedía desde 1808. A esta novedad, hay que sumar el restablecimiento de la igualdad política de los ciudadanos -cada persona un voto-, para lo cual se convocaron elecciones auténticamente democráticas en las que todos los españoles podían ser electores o elegidos. También hemos de situar en el haber de la Transición la legalización de las formaciones políticas antiguas y de nuevo cuño, con el gran acierto de no excluir a los comunistas; la invitación al entendimiento democrático de todas las ideologías y al diálogo sindical de trabajadores y empresarios en materias económicas y sociales; la búsqueda de fórmulas para coordinar la autonomía de regiones y territorios, desde la unidad del Estado; y la iniciación de unas acciones de justicia que siempre les fueron negadas a los vencidos en la tremenda guerra incivil.

Todo ello, se hizo, para mayor gloria de la Transición, con la intervención del pueblo como principal figurante y en medio de una inflación que galopaba -cerca del 20%- , la cual empezó a disminuir tras los Pactos de la Moncloa; con los absurdos asesinos de ETA matando y extorsionando diariamente; y con algunas personas del estamento militar sin haber asimilado que su máxima dignificación la alcanzarían dejando de ser pretorianos de la extinguida dictadura para integrarse en los organismos de defensa occidentales, donde priman la disuasión bélica y las acciones de solidaridad nacional e internacional.

NUEVAS ACCIONES FUTURAS. Lo antecedente se efectuó sin ignorar que, pasado algún tiempo, se deberían emprender nuevas tareas para borrar plenamente los 40 años de dictadura pero que, en aquel momento, había que aparcar para no repetir los errores cometidos durante el siglo XlX y, menos aún, determinadas equivocaciones de la Segunda República.

Pero, sobre todo, teniendo presente, sin tropezar con la ignorancia o el olvido, que en noviembre de 1976 las Cortes franquistas, cuyos procuradores nada tenían de demócratas, aprobaron por una mayoría muy cualificada -425 síes de 531 votantes-, su propio suicidio político: es decir, la Ley para la Reforma Política. Dicha norma, de carácter instrumental -«para la reforma»- y gran calidad técnica, cuyos preceptos pasaron a la futura Constitución, con la excepción de los senadores designados por el rey, fue sometida a referéndum, logrando el 94% de los sufragios con una participación del 78% del censo. Unos números nunca logrados en democracia. Tampoco puede caer en el pozo de lo desconocido que Franco había muerto en su cama tras una larga agonía y que la trayectoria del régimen franquista había pasado del repudio casi absoluto, universal, de la ONU, en diciembre de 1946, por haber orbitado con Hitler y Mussolini, a que el general Franco se exhibiera por la Gran Vía madrileña en compañía del presidente Eisenhower.

Por todo lo que venimos escribiendo, maldecir la Transición, como hacen historiadores insolventes y politólogos de tres al cuarto, porque no tuvo lugar en España algo semejante a lo acaecido en Hispanoamérica cuando se liberaron de las dictaduras existentes en el Cono Sur, es un ejercicio de inconsistencia intelectual pues, en aquellos países, dichas dictaduras no eran la consecuencia de una guerra civil con medio millón de muertos y porque para que saliera a flote la concordia, para que no naufragase, como tantas veces sucedió en nuestro devenir histórico, había que actuar con prudencia, con pies de plomo, poniendo en lista de espera, pero sin caer en el olvido, muchas injusticias imprescriptibles, que durante largo tiempo son imborrables de la memoria porque, como bien dijo un humanista tan acreditado como el doctor Gregorio Marañón, los efectos perniciosos de las guerras civiles tardan, por lo menos, cien años en extinguirse. En consecuencia, no debemos eludir, o marginar, la circunstancia de que cuando tuvo lugar la incomparable Transición solo habían transcurrido 40 años, menos de medio siglo, de la contienda del 36.

Por último, queremos lamentar que cada día estamos más alejados de los grandes ideales que, logrados contra nuestros fantasmas domésticos, configuraron la Transición -etapa política de diálogo y entendimiento-, que dejó a las naciones de nuestro entorno geopolítico con la boca abierta y sin dar crédito a lo que estaban presenciando, porque esperaban, o temían, que llevásemos a cabo la liquidación de la dictadura dándonos los acostumbrados garrotazos goyescos. H

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