Diario Córdoba

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Antonio Agredano

BAJO EL PUENTE DE HIERRO

Antonio Agredano

Cualquier cosa

«Yo pensaba que el tiempo me regalaría sabiduría, pero sólo me ha ofrecido una burda cautela»

Daría cualquier cosa por una noche como aquellas. Converse falsas. Auriculares enredados en el bolsillo. Nuestra canción por sonar. La calculada ignorancia de las cosas, que escribió Antonio Portela. Cuando las noches eran sólo noches y no concesiones, ni júbilos tardíos. Dramas fugaces, cerveza templada, ambientadores con olor a canela, amigos que ya no tienen nombre, el amor prendido como espigas en el jersey. Daría cualquier cosa. Esta casa, todos los privilegios suavemente adquiridos, mis claves del banco, el abrazo matutino de mis hijos. Daría cualquier cosa por aquella ligereza, por cómo me quedaban las camisetas blancas, por el prohibido placer de llegar tarde, por sentirme único apenas un instante. Cualquier cosa. Cualquier cosa por aquella esquina en La Comuna, con los abrigos apilados sobre la máquina de tabaco, por el primer sorbo al botellín, por apartarme el pelo de la cara. Cualquier cosa por tenerlo todo tan claro. Por votar con resaca. Por defender que lo imposible era posible y que lo posible era indeseable. No por los besos ni las resacas concisas ni por las púas en el bolsillo del pantalón, sino por aquel convencimiento. Aquel ramo de certezas que escondía tras la espalda. Aquel sí a todo. Daría cualquier cosa, no por mi juventud, que es un vulgar artificio, sino por mi arrojo, mi firmeza, el canibalismo de mis dudas. Madurar es recoger poco y sembrar mucho. Terrones ambarinos. Un campo asolado. Yo pensaba que el tiempo me regalaría sabiduría, pero sólo me ha ofrecido una burda cautela.

Envidio a los que, a mi edad, ven claro el horizonte. Envidio sus certezas. Sus razones, famélicas o rechonchas, defendidas con idéntico aplomo. Daría cualquier cosa por una noche como aquellas. En las que hablábamos con rotundidad imberbe. Luis fumaba con el cenicero apoyado sobre el pecho, ocupábamos los espacios efímeros del piso de unas Erasmus griegas. Hablábamos de política y de música como si la vida se nos fuera en ello. Yo movía las manos con entusiasmo pugilístico. Tenía una verdad que quería compartir con el mundo. Me sorprendo ahora cuando en una mesa antepongo el silencio a mi opinión. Me sorprende mi lengua desbravada, este músculo por el que antes madrugaba, tan dócil en mi boca. Tengo un puñado de ideas que podrían ser buenas, pero ya no el empeño de compartirlas. Son tiempos extrañísimos. «Tienes que empezar a mojarte», me dijo un amigo. Me aterra, con las horas que dediqué a esa gimnasia oscura. Escribir sobre el presente, teniendo ahí la fangosa seducción del pasado y la brillantísima inutilidad del futuro. Daría cualquier cosa por aquellas noches. Por domesticar aquella energía. Por las madrugadas inconclusas. Por esa voz, elevándose en la esquina ruidosa de lo que fuimos. Quizá por dinero, ahora, comience a escribir sobre lo que siento, sobre lo que pienso, lo que odio, lo que una vez amé. Pero ya no por aquel ímpetu ciego. Ya no por aquella conquista de lo contemporáneo. Ya no. Ya no estoy allí. Ya no sé dónde estoy. Si debo o no debo. Decir o callar, me pregunto, ante la imaginaria calavera que siempre es la de uno mismo. Daría cualquier cosa por una noche como aquellas. Y no ahora, tan cansado, borrándome de la clase de Body Pump, con tres documentos en blanco abiertos en el escritorio de un portátil que ilumina esta habitación como un cinematográfico fantasma.

*Escritor

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