Luis Cernuda en el libro Ocnos, pleno de poesía aunque lo redactase en prosa, confiesa que tuvo un maestro de literatura, con unas gafas idénticas a las que lleva el músico Schubert en los retratos, el cual le regaló un consejo inolvidable, con la cualidad de un precepto: que en todos sus temas hubiese siempre un asidero plástico, es decir, visual, expresivo, colorista.

Algún profesor de los que ha tenido Julia Hidalgo en su Córdoba natal, o en el periplo académico por Sevilla y Barcelona, debió de darle el mismo consejo que muy niño, cuando todavía el tiempo no existe, recibió el poeta sevillano que, toda la vida, en el desarrollo de su obra, cumplió a rajatabla.

Quien contempla los cuadros de Julia Hidalgo en la exposición que tiene lugar en el Palacio de la Merced, patrocinada por la Diputación de Córdoba y la Real Academia cordobesa, advierte que, hoy día, todo su quehacer estético es la búsqueda de un asidero visual para transmitirnos, mediante la luz, transverberada en los colores, la autenticidad de su mundo interior porque, como enseñó san Agustín, solo en la persona interior habita la verdad.

Quizás por eso, esta exposición, que se ofrece como una retrospectiva, en un primer momento, pensó llevar como título dos palabras que parecen antagónicas: amor y dolor. Sí, amor y dolor en dosis exactas que le sirven a Julia para ofrecernos su «profunda verdad comunicada». Exactamente, los mismos términos que usó para definir la poesía Vicente Aleixandre, el creador de una obra literariamente cardinal: La destrucción o el amor.

En esta penúltima manifestación de la obra creativa de Julia Hidalgo, con una técnica cada vez más depurada, presenta, en carne viva, usando un lenguaje expresionista muy próximo a la abstracción, todos sus ensueños particulares, íntimos, tal una biografía al filo de la confesión; retratos de celebridades pretéritas que resultan autorretratos de ellas mismas; el bravío oleaje de unas marinas inverosímiles; misteriosos caballos galopando entre mayúsculas capitulares; la esperanza y el deseo compendiados en la luminosidad total del colorido; la ternura, siempre redentora, en figuras anónimas y en bodegones lindando con lo onírico. Todo ello, presidido por una sensibilidad irrefutable y una curiosidad caudalosa, que es prueba inequívoca de la juventud del alma. Cuadros logrados como una melodía coral interpretada con unos tonos tan peculiares que resultan obras de una personalidad inconfundible.

Encontramos, sobrevolando todos los cuadros, la remembranza de un tiempo dichoso, ufano, surgido de la memoria tal un perdurable sueño creador que, unas veces, observa el vuelo de incalculables mariposas: otras, el diluvio de estrellas una noche estival; y que siempre se desenvuelve en un dulce trastorno, porque la vida -igual que la obra titulada La nacencia- no es otra cosa que una explosión de colores deslumbrantes que inventan su infinito.

Como iniciamos esta apresurada meditación con una cita del poeta Luis Cernuda, vamos a concluirla dándole la palabra a Antonio Machado, otro andaluz al que nunca abandonaron los recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto donde madura el limonero y que, frecuentemente, nos confesó que el poeta es un ser que canta lo que ha perdido.

Viendo la exposición sobre la que estamos reflexionando con esta glosa, podemos asegurar que, también, para reafirmar una personalidad o superar un dolor, se pinta lo que se ha perdido.

Incluso en el mismo lugar donde, entre celindos y palmeras, a pocos pasos del Cañito Bazán y la Arruzafa de la morería, la pintora sufrió las ceremonias del adiós, maduró su obra pictórica y escuchó los trinos más bellos e inolvidables de la convivencia.