Aunque envueltos esta tarde en la música de los conciertos para oboe y violín de Albinoni los colegiales jugaban esta mañana en el patio de recreo de enfrente de mi balcón escurriéndose en el polvo rojizo que nos ha llegado del Sahara y que ha puesto el techo de los coches como un espacio en obras bajo un cielo tan nublado y espeso como el desierto. Inevitablemente hemos recurrido a la primera niñez, a aquellos tiempos de necesidades sin cubrir, llenos de mocos, sabañones y resfriados donde lo único de alabar era lo que aprendíamos en la escuela, como aquella tarde de las conjugaciones de los verbos regulares. Eran los tiempos en que estar cerca de África significaba para algunos acordarse de que Franco comenzó allí sus devaneos bélicos, que ser legionarios podía justificar malas historias, que en Ceuta se compraban relojes y radio-cassettes a bajo precio –la primera vez que pasé de Europa a África lo hice en un barco en el que también viajaba Isabel Pantoja- y que España en aquella época era considerada como el culo del mundo. Por eso nos hemos acordado de aquel tiempo de pesetas en que aún éramos más pobres que ahora que pagamos con euros cuando nuestro futuro empezaba a escribirse en francés y alemán, los idiomas que nos enriquecieron en dinero y experiencias. Y empezamos a dejar de ser españolitos con sólo la creencia del nacionalcatolicismo –estrecha relación entre el Estado y la Iglesia- y a pensar que toda la vida no eran solo los pecados que nos fabricábamos ante los curas para la confesión semanal, y que no éramos tan malos por haber nacido y porque nos gustaran las mujeres. Pero tuvo que pasar mucho tiempo para que los patios de recreo de las escuelas, donde nos habíamos escurrido alguna vez con el polvo rojizo o la lluvia amarilla, empezaran a ser el escenario de una nueva vida de donde habían desaparecido todos los miedos.

Casi quizá como ahora, cuando mi sobrino vuelve a dar sus clases de Psicología por toda España, mi hija va a su colegio porque ha dejado de dar clases de Filosofía desde su casa por Internet y en los periódicos las redacciones han vuelto a llenarse de caras. Cuando los dioses, como ya sabemos, han vuelto a la Mezquita, a la Sinagoga y a las iglesias fernandinas y el mundo ha dejado de ser tan hostil con la naturalidad de la medicina contra el covid como lo han sido Bosé y Djokovic. Y en este preciso momento en el que hay que volver a reservar mesa para comer en Moriles Rivera, por ejemplo, un Putin sádico, psicópata, narcisista, maquiavélico, egoísta, enfermo, ansioso de poder y queriendo volver la historia al tiempo de los zares nos rompe la normalidad y nos hace experimentar la guerra del siglo XXI de una manera que nos da miedo. Como a ese niño de la viñeta de las redes sociales que, sentado en su sofá, dice con una tristeza conmovedora: “Ya no quiero vivir más momentos históricos”. O Mafalda, que sentada en la taza del wáter con una flor en la mano llora y reza: “Diosito, dale un alma a Putin”. Es impensable creer que el 70 por ciento de los rusos lo acepten como el mejor presidente posible. Mientras el mundo empieza su agonía muy temprano, en los informativos del amanecer, cuando algunos ucranianos se montan en un coche para huir a Europa y otros, como aquel niño de 11 años de la aldea de Zaporiyia, mantienen sin borrar el número de teléfono de su familia hasta llegar a Bratislava, en Eslovaquia, con una bolsa de plástico y el pasaporte. La gesta del niño de Zaporiyia me emocionó todavía más porque en Bratislava, cuando pertenecía a Checoslovaquia --un estado soberano de Europa Central, que existió de 1918 a 1992--, compré entre otras músicas clásicas un Stabat Mater de Antonín Dvorák “made in Czechoslovakia”. Pero son los conciertos de oboe y violín de Albinoni los que ilustran los resbalones de esta mañana de los colegiales ante el polvo rojizo que nos llega del desierto. Por Internet un meme nos pone en conocimiento de que “una semana lleva gobernando Vox en Castilla y León y ya hemos recuperado el Sahara”. Esta lluvia amarilla que ha llenado los balcones de barro nos ha llevado a aquellos tiempos en que España era un puro desierto. Como el del Sahara. Pero sin ideas.