Pueden ser alegres o melancólicos, atormentados o dulcemente hospitalarios; lo mismo ríen subrayando la sonrisa de un rostro atractivo y bien tratado por los años que echan chispas de inquietud o de sufrimiento. Los ojos negros de Julia Hidalgo son la metáfora transparente de ella misma, de su perfil sensible, apasionado y complejo de mujer autoexigente que no se perdona una. Y que como en sus cuadros, persigue la perfección a la vez que rehúye encontrarla por temor a que se le agote, que es como si evitara la dicha para no gastarla. Así que, aunque más de treinta años de maestría y excelencia avalan una creación admirada en cincuenta exposiciones individuales y un sinfín de colectivas, además de en museos y colecciones privadas, Julia sigue y sigue buscando y buscándose, ambiciosa e insegura como si empezara. Explora mundos plásticos y hace alquimia con colores y materias echando un pulso a sus propias fuerzas; para no repetirse ni caer en el aburrimiento, por ver si atrapa el pájaro de la felicidad para luego abrirle la jaula.

Es muy difícil penetrar en el alma de esta cordobesa con vocación de serlo. No porque sea una persona inaccesible o esquiva; todo lo contrario, es simpática y, en la distancia corta, entrañable y fiel a la amistad. Pero hay algo en Julia Hidalgo que se te escapa, algo profundo e insondable que solo revelan sus miradas y que de algún modo la explica, cuando Julia lo último que desea es dejarse explicar. Solo si lo hace ella misma se siente cómoda a la hora de mostrar su intimidad. Y en ello, mucho más que las palabras –conste que sabe manejarlas tan bien que sus escritos tienen verdadera calidad literaria- prefiere emplear el arte. Todo lo demás, debe de pensar, es puro exhibicionismo. Para conocerla hay que contemplar su obra, esos trazos de neofiguración bañada de informalismo, según la crítica, que crean cálidas atmósferas de color y diferentes texturas por las que Julia Hidalgo pasea pensamientos y emociones.

Ahora, y hasta el 20 de abril, se presenta la ocasión de penetrar en el interior de la artista a través de la treintena de pinturas que cuelgan en la Galería de Presidencia del Palacio de la Merced, definidas por su autora como «momentos de amor y dolor de mi vida». Además la exposición, organizada por la Real Academia de Córdoba bajo el título de ‘Retrospectiva’, llega acompañada, como todas las que anualmente viene promoviendo en honor de algún académico de la sección de Nobles Artes, de un espléndido catálogo que junto a la reproducción de las piezas exhibidas ofrece textos que explican su trayectoria pictórica, cuyo denominador común, define Julia, «es un lenguaje amplio y documentado». Diversas firmas de solvencia encabezadas por el presidente de la Academia, José Cosano Moyano –que, siendo historiador, sorprende con un poema acróstico con el nombre de la pintora-, dibujan el retrato impresionista de una artista ecléctica a la que renuncian a clasificar estilísticamente. Los colaboradores de la publicación (Carlos Clementson, Manuel Gahete, María Dolores Jiménez, Ramón Montes, Francisco Solano Márquez y José María Palencia) coinciden en que sus constantes variaciones formales y su amplia temática impiden adscribirla a una única tendencia. Tan diversos centros de interés se mueven con elegancia entre la pintura religiosa –la última, un tríptico del Resucitado para la iglesia del Juramento-, el retrato, el arte taurino y el flamenco, la naturaleza quintaesenciada en macetas o bodegones y la arquitectura poética de arcos y puertas. Todo eso, y mucho más, con el inconfundible sabor a Córdoba que sobrevuela la magia de una artista y una mujer sin etiquetas. Disfruten sus cuadros y, si pueden, mírenla a los ojos.