El sector privado es absolutamente básico y necesario para nuestro sistema capitalista democrático. Las empresas independientes son necesarias para el funcionamiento de nuestro sistema político. Esas empresas privadas tienen legitimidad social y cultural, además de moral y ocupacional, porque suministran empleo, bienes y servicios a la sociedad, oportunidades de inversión y movilidad social. Las tecnologías desarrolladas por las empresas privadas y sus métodos de gestión poseen más potencial que las creadas por el gobierno, de modo que el sector público debería aprender de los modos de gestión del sector privado.

Sin embargo, existe un amplio interés en deslegitimar al sector privado que tiene también sus límites en sus modos de gestión. La empresa privada no es sólo maximizadora de los retornos de los accionistas avaros sino que provee puestos de trabajo, bienes y servicios de calidad e impuestos, aunque también opera en mercados amañados, explota al trabajador e interfiere en la política. Al igual que se debe corregir la actuación de lo público, se debe mejorar la actuación de las empresas. La empresa privada no es un sistema burocrático dirigido por gerentes capaces de alcanzar objetivos prefijados. La empresa es un instrumento neutral y racional en manos de un consejo de administración o de un administrador único o dos solidarios. Pero no solo se evalúa a la empresa mediante una métrica de logros y premios y por eliminar deficiencias y alinear a los empleados, sino por ajustar las ganancias privadas a los costes públicos.

Toda empresa privada debe reflejar la naturaleza humana, sus aspiraciones y valores pero todo eso en un entorno incierto. Pero no es posible que una empresa exista sin la actuación de una persona emprendedora, que crea valor y funciona para la sociedad bajo mejora de productos, bienes y entrega de impuestos, además de alinear a trabajadores con habilidades para innovar. Deberíamos recordar que el beneficio de una inversión empresarial nace de nuestro aprendizaje y del modo en que usamos lo aprendido. Ese es el modo de crear riqueza. Pero toda esa mejora pretendida se tiene que hacer en un marco incierto, cambiable y no determinado, de modo que el emprendedor es esa persona que actúa en plena incertidumbre. Es decir, no hay agencia sin incertidumbre. Y toda incertidumbre, que no se pueda amarrar a través de esa labor de agencia, está más allá del conocimiento y será el vacío del emprendedor. La empresa es creada por alguien en un determinado momento y con un propósito particular; es decir, es activar la capacidad de ese agente humano, sea para pintar, hacer una escultura o producir bienes y servicios, pero ética y moralmente dotado. Todo emprendedor actúa dependiente de su historia, del contexto en que actúa y del momento en que desea emprender. La empresa, resultado de ese emprendimiento, es un producto del capitalismo democrático. Es una forma de arte que crea sociedad, limitada física y moralmente.

La empresa es un conjunto de personas que se relacionan entre sí para resolver incertidumbres a través de la creación y alineamiento de voluntades en un ambiente concreto. La empresa es imaginación, creatividad, emoción, capacidad moral y pozo de fallos, porque el emprendedor es un ser humano y único, abierto al cambio, con capacidad de aprender para alcanzar una conclusión. Nosotros, los observadores del emprendedor, somos responsables del juicio de valor que emitimos sobre él, pero no de la conclusión. Nosotros enjuiciamos al empresario desde nuestra imaginación que va más allá de los hechos. Pero el emprendedor es una persona con imaginación que lleva esta imaginación hasta hacerla realidad.