Hoy hace exactamente dos años, a las 19.02 horas del 13 de marzo de 2020, viernes, un guarda de seguridad cerró las puertas de la Mezquita. Fue cuando la ciudad se quedó, en la soledad más absoluta, sin dioses, nos encerramos en los pisos con un solo juguete y por las tardes abríamos los balcones para aplaudir a los sanitarios y mirar los cielos de las antenas. Si los dioses habían huido de nuestras vidas y los espacios que llenaban con su presencia, como la Mezquita o la sinagoga, estaban vacíos había que reclamar una ayuda superior para superar esa ausencia que nos dañaba. Fue cuando miramos para los hospitales para buscar la salvación o agradecer el trabajo de quienes evitaban la muerte: los ciudadanos que trabajaban en la enfermería y la medicina a los que aplaudíamos a las ocho de la tarde. La contundencia de la pandemia del covid-19 que nos encerró nos señaló el verdadero camino que debíamos tomar de inmediato: protegernos con enfermeros y enfermeras, médicas y médicos como los habían hecho nuestros padres con nosotros cuando éramos chicos, aparte de alguna oración al ángel de la guarda o a los santos patrones del pueblo, por si podían hacer algo. Como siempre fue la vida, porque las rogativas estaban bien, y nos llevaban de procesión para pedir agua. Pero cuando los cielos se cerraban, las nubes se secaban y los barbechos se convertían en piedra y arena, el trigo era una ausencia en las eras y los caminos la dirección hacia el secano.

Algunos otoños y primaveras convocaban de nuevo a las nubes y si había suerte, las albercas tapaban con el agua las algas verdes de sus paredes y los surcos resucitaban con barro protector. Cuando nos dábamos cuenta de que nuestros padres confiaban más en el agua que en las oraciones porque presentían que los cielos estaban más abiertos para los ricos, quizá porque rezaran más y dijeran menos pecados. El agua, los campos, el trigo y la riqueza era algo que había que trabajar para conseguirlo. La salud era otra cosa. Estaba muy bien rezar, para poner a Dios de tu parte, pero lo cierto es que si no había médico, practicante o partera la muerte no se alejaba y los cementerios se iban quedando sin espacio.

A Dios no se le veía pero a don Julio el médico, que era comunista, amigo de Castilla del Pino y cuyo hijo –Juan Ramón Medina Precioso- fue rector de la Universidad de Sevilla de 1992 a 1996, sí, lo mismo que a don Pablos, el practicante, que fue director del Monte de Piedad. Luego, la cartilla de la Seguridad Social fue viajando con nosotros a medida que crecimos y los médicos se hicieron tan imprescindibles para nosotros como la sonrisa para un niño. Y mira que hemos seguido conociendo nombres tanto de curas como de médicos, representantes unos de Dios y otros de la salud. Claro que la ciencia es la ciencia y nos avisa de que a Dios rogando pero, evidentemente, con el mazo dando. Quizá fue lo que percibí la tarde del jueves en el Salón Liceo del Círculo de la Amistad cuando tuvo lugar la toma de posesión de los cargos directivos del Colegio de Médicos de Córdoba, institución que conozco desde que su presidente fue Eladio García desde 1981 hasta 2001. La novedad de este acto estuvo en que por primera vez en la vida se nombraba a una mujer como presidenta de un colegio andaluz de médicos: María del Carmen Arias Blanco, que es de Villaralto y actualmente ejerce de médica en Villaharta. Cuando me di cuenta de que hacía dos años del comienzo de la pandemia del covid, cuando comenzó aquel abandono momentáneo de los dioses de la Mezquita, me acordé de mi infancia, donde no podías vivir sin médico que te curara. Afortunadamente la Mezquita ha abierto sus puertas con sus dioses dentro y los médicos se han unido a mi paisana Mari Carmen para seguir manteniendo con la medicina la llama de la salud, una ciencia que nos da la vida.