Siempre sentí atracción por lo invisible, por la inasible, lo oculto y lo inefable. Quizá por eso fui siempre un hombre extraño, un alma ceñida al fulgor de la poesía que late en el vientre de la Naturaleza y al fluir tembloroso, sereno, de la vida en la arquitectura sagrada de los campos. La realidad más grosera y cotidiana, la oscura materia que da al dinero pábulo, me pareció siempre tosca y aburrida. La espiritualidad, austera y sobria, está por encima de ese gris materialismo, hedonismo vulgar, que sortea lo transcendente y se encadena a lo efímero y mundano. Soy consciente de que el ateísmo impera hoy en la sociedad desacralizada, vacía y banal, en la que nos movemos. Dios ha sido expulsado de la realidad viscosa, voluble y sombría, que el hombre actual ha diseñado. Y este hecho objetivo me abruma y desasosiega, me acaba inundando de dudas y preguntas. Si uno afirma que tiene fe en un más allá, en otra vida más alta e invisible, le tachan de débil, de estúpido y cretino. Si uno cree en otra vida es que es poco inteligente. Lo inteligente es vivir sin miedo a nada, disfrutando del lujo y los placeres inmediatos.

Vivir muy deprisa es el signo de estos tiempos. Nadie piensa que un día todo pasará. El gozo del ‘carpe diem’ no da tregua ni deja un resquicio a la vida retirada. Lo mundano se ha impuesto sobre lo espiritual. ¿Cómo hablar, entonces, de Dios con un ateo o, en su caso, un agnóstico frío, recalcitrante? Lo más sensato es no hacerlo, pues ¿quién puede mostrar la existencia de Dios o su inexistencia? Mis mejores amigos son agnósticos o ateos -ninguno es creyente- y no suelo hablar con ellos del tema de Dios, de la fe o la religión, por una razón muy sencilla y contundente: si lo hiciera, no lograría convencerles de la existencia de un ser que es invisible, y que, como el amor, se siente o no se siente. Por la misma razón, ellos tampoco lograrían hacerme creer en la absoluta inexistencia de quien para mí da sentido y forma al mundo y es origen y raíz del milagro de la vida.

Reflexiono sobre estos asuntos casi etéreos tras haber leído un libro prodigioso, ‘Cómo hablar de Dios con un ateo’ (Editorial Sekotia), que ateos y creyentes deberían quizá leer para entender mejor nuestra existencia, dejando a un lado lo ignoto y lo invisible, la fe en un ser infinito y esencial, el hacedor o creador del Universo. El autor de la obra, Carlos Alberto Marmelada, nos ayuda a reflexionar y a mitigar el vacío que, a veces, estrangula nuestro espíritu cuando buscamos sentido a una existencia que el hombre llena de vértigos y de dudas, de decepciones, temores y fracasos. Entiendo que hablar del misterio de la muerte, de espiritualidad, o de fe en un más allá que nadie ha visto o contado, es casi inútil. Pero hacerlo sin miedo consuela y reconforta. Vaya aquí por delante, debo reconocerlo, que mi idea de Dios es la de un heterodoxo que lo siente y lo observa a diario en cualquier sitio, no solo en la paz recogida de un sagrario o en la penumbra dorada de un gran templo. Dios habita lo grande a la vez que lo minúsculo, está en todo y en todos, en lo complejo y lo sencillo, y el amor es su catedral, su eterno nido, el manantial infinito en el que hallamos consuelo a la sed de luz que nos sostiene atados a este mundo absurdo y maquiavélico. Como dijo Espinoza, el filósofo holandés, Dios lo habita todo y existe en la Naturaleza, en la sombra y la luz, en la hierba y en los astros. Así lo he sentido desde mi lejana infancia. Su esencia amplifica el resplandor del pensamiento. Su eternidad es hierba, nube, alondra. La presencia de Dios esplende en la quietud y en la soledad reflexiva del que huye y se encuentra a si mismo detenido en el silencio. Por eso incliné mi existencia desde niño hacia la lentitud y la contemplación, en vez de hacia el vértigo y la velocidad. Mis viajes son siempre hacia dentro de mí mismo, casi nunca hacia lejos. Todo el universo cabe en una lágrima o en el vuelo de un pájaro humilde un día de lluvia. Vivir a contracorriente nunca es fácil, para mí no lo es ni lo fue en ningún momento, aunque, de esa manera, al final topé con Dios casi sin buscarlo. Él estaba siempre cerca cuando me sumergía en el silencio o en el corazón de la Naturaleza para escuchar la respiración del viento, al anochecer, cruzando como un huérfano el alma desangelada de los campos. Ahí, en esos instantes indescriptibles, sentía a mi lado, y muy dentro, la voz de Dios susurrando a mi oído, amplificando lo más leve, esos soplos de brisa, detalles diminutos que el silencio y la luz del crepúsculo expansionan. Pero, ¿cómo hablar de estos temas inasibles, tan pasados de moda y herméticos, a un ateo? La realidad social que nos rodea y pisamos a diario es para descreídos. Pero si ellos leyeran el libro excepcional de Carlos Alberto Marmelada, ‘Cómo hablar de Dios con un ateo’, tal vez al final transformarían su interior y abrirían oquedades en el centro de su espíritu para oxigenar su existencia con la brisa que viene de Él, de un lado y otro lado, porque su esencia cabe en todas partes.

* Escritor