Dice inesperadamente nuestra olvidada Constitución en su Capítulo II, Derechos y libertades, 18.4.: «La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos». Eso es lo que me interesa, «el pleno ejercicio de sus derechos». No apunto al exceso en el uso de la informática por su efecto invasivo en la intimidad (que también), sino por la aparejada repercusión en el «normal» desarrollo de las relaciones «humanas» y no ya derechos, sino necesidades, como la de información, que parece tambalearse cuando un empleado de seguros, transportes, banca, telefonía, etc., pronuncia ese ya clásico «lo que ellos hacen es aplicar una tarifa...», o «eso está todo automatizado...» como base para justificar una imposibilidad o un hueco, un vacío en la exposición requerida. Con ello apelan a unos «ellos», unas misteriosas entidades (¿físicas, virtuales?), al mando del negocio en cuestión, a las que supuestamente habría que recurrir a la hora de reclamar o pedir más datos. Pero resulta que el empleado o empleada que menta a los «ellos» constituye la única persona física disponible y destinada, en teoría, a ayudarnos maravillosamente, escucharnos y acogerse a esos «ellos», dueños y señores del cotarro, que nunca nos atenderán: pescadilla enroscada.

Quizir: la famosa «atención personalizada» languidece, desde el momento en que el «agente» es un mero vehículo, perfectamente sustituible por un robot o una robota. Sus «soluciones» se circunscriben a la tabla de posibilidades y protocolos que tú misma, si fueses moderna y eficiente, podrías (y deberías, obedeciendo al mandato de esa flamante moral de la utilidad) consultar desde tu no-teléfono, a cualquier hora de trabajo, mientras viajas en AVE o disfrutas de tu frenético tiempo libre, sentada en terraza pública. Y así, carente de toda referencia humana, de una cara (enmascarada) a la que echar en cara el fallo de... ¿Quién? ¿El sistema? Pero ¿quién o, más bien, qué es responsable del sistema?

Créeme. El deseo de «hablar con alguien», director, encargado, delegado, agente, debes sustituirlo por la fe, ciega, en las infalibles tecnologías. Pasó a la historia aquel viejo director de banco dispuesto a regalarte un sello, una firma, una explicación. Una app o, como mucho, un «eso lo tiene usted todo en la web», será pronto su única respuesta, si consigues verle la cara. Porque ya es tú responsabilidad el ponerte al día, actualizarte, empoderarte, reinventarte y hacer la competencia a otra como tú, con similares aspiraciones y «propio negocio». Tan fácil... ¿Cómo? ¿Que es usted muy mayor y no se entera? Pues muérase ya, hombre, y no nos fastidie el chiringuito de las nuevas, inaprensibles, inviolables tecnologías y sus fiables cajeros automáticos, tan fáciles de usar y maldecir. ¡Qué Constitución ni qué libro muerto! ¡No me hable, o le denuncio, online!

** Escritor