Cercanos al fin de la pandemia -que no del coronavirus-, si no hay sorpresas como una variante de alta gravedad, y a dos años efectivos del Gran Confinamiento, se impone hacer un epítome de la convulsión vivida en estos dos años, con casi 500 millones al menos de infectados en el mundo (11 millones en nuestro país), y 6 millones de muertes (más de 100000 en nuestro país), de este virus, el SARS-CoV-2, cuya variante ómicron se considera como el virus más contagioso de la historia de la humanidad.

Sin duda que no nos ha dejado indemnes como sociedad ni como personas. Como dice Najat El Hachmi, «el mundo no volverá a ser como antes». Todos hemos cambiado y el regreso a la situación anterior se antoja no sólo imposible, sino incluso no deseable. Escribió Pessoa que todo regreso es imposible, pues ni los lugares ni las personas somos los mismos. Pero, además, dentro de la fatalidad vivida, vivir como en la situación anterior agravaría los riesgos.

Las primeras consecuencias, que ya preveíamos casi al comienzo de la pandemia, se han manifestado en un aumento de la mortalidad por todas las causas y una disminución generalizada de la esperanza de vida. El impacto demográfico ha sido evidente con una bajada en año y medio de esa esperanza de vida en 2020. Respecto a los trastornos psiquiátricos, todos los estudios rebelan que han crecido y con una especial incidencia en la infancia y la juventud. La mortalidad por cáncer y otras enfermedades, en especial las infecciosas, han crecido a nivel mundial.

Por otro lado, la accesibilidad al sistema de salud se ha visto gravemente perjudicada y paralelamente se ha producido una deshumanización de la atención sanitaria -no achacable a los profesionales sanitarios-, que habría que corregir con algún plan específico. La Medicina no se puede reducir sólo a la técnica, no es ni debe ser una tecnocracia. Y como siempre serán los más débiles los que más sufran estas circunstancias como la accesibilidad o la inequidad en el reparto de vacunas.

Se ha mitificado a la ciencia como una nueva religión con la contrapartida del absurdo negacionismo como reacción a la desconfianza en el poder político y económico, lo que lo puede explicar, pero nunca justificarlo. Ha habido hitos científicos como la rápida caracterización del genoma del virus, o la fabricación de vacunas en tiempo récord y la nueva línea de estos productos con la tecnología ARN, que ha abierto puertas no solo a nuevas vacunas sino a tratamientos del cáncer y otras enfermedades. Todo ello pone de manifiesto la importancia de la ciencia básica. Pero si lo anterior es imprescindible, lo es también la salud pública, y si el sistema hospitalario sale fortalecido, no se puede decir lo mismo de la atención primaria, donde una crisis profunda necesita una renovación drástica.

Epidemiológicamente, en un estudio reciente de The Lancet se concluye que uno de los factores determinantes de la diferente incidencia entre países era la confianza, entre las personas y con el gobierno, llegando las tasas a ser hasta un 40% más bajas si había esa confianza. En España, este estudio concluye que había de la primera, pero no de la segunda, y señala los factores que contribuyen a esa desconfianza: gestión, transparencia y capacidad de reconocer errores. También que el sobrepeso y el alto envejecimiento de la población han producido una tasa de mortalidad (que no de contagios) más alta en nuestro país. En contrapartida la confianza en los sanitarios ha sido muy alta por lo que se han conseguido altos niveles de vacunación, además del factor solidario o «colectivismo; lo que Lévinas llama «ética del otro», un encuentro forzado, pero que de alguna manera ha contrarrestado el autoritarismo necesario para controlar la pandemia».

Las consecuencias sociales han sido profundas como el aumento de la desigualdad socioeconómica que en nuestro país es alta tras las dos crisis consecutivas, o la reducción de la socialización que tanto ha perjudicado a la infancia y a las edades más avanzadas. También la transformación de las estructuras productivas ya iniciada se ha acelerado, y la crisis de la globalización dará lugar a una nueva globalización sin fronteras, y un reforzamiento de la digitalización.

Si de la peste negra y la gripe española se salió con hedonismo y un cierto oscurantismo, en la de coronavirus pudiera ocurrir lo mismo. ¿El mundo será peor o mejor? El tiempo lo dirá, pero lo seguro es, que ya es diferente.