El error humano representa una de nuestras grandes creaciones. A la larga, sin equivocarse no se acierta. El desatino funciona como una escuela. Dónde estaríamos si no hubiésemos cometido errores y todo hubiese salido a pedir de boca. Mejor ni pensarlo. ¿De qué si no íbamos a arrepentirnos? Porque tampoco es que la vida resulta muy interesante sin deplorar -cuando ya es tarde- el haber hecho algo bastante mal. El mundo descansa sobre disparates. «Sin disparates es probable que no ocurriese nunca nada», escribe Dostoievski en ‘Los hermanos Karamazov’.

Esto no significa que no sea preferible, y más hermoso, revertir el error. No en el sentido de haberlo cometido, pedir perdón y poner un acierto en su lugar, como en una fe de errores, la cual no está exenta de belleza. De hecho, se me viene a la cabeza una disculpa magnífica que pidió El País después de que se deslizase en una columna de Julio Llamazares un «Matutes matándose» donde debía decir «mutatis mutandi».

Pero no. Me refiero a revertir un error textualmente. ¿No sería maravilloso que, justo después de caer en él, pudieses caminar hacia atrás, deshaciéndolo todo hasta alcanzar ese instante del pasado en el que tu acción comienza, y aún no apareció el fallo? En computación es posible. Escribes algo mal y con la tecla Deshacer devuelves el texto a su estado anterior. Y si te arrepientes de que esté bien, pulsas Rehacer y recuperas los errores.

En ‘Matadero cinco’, de Kurt Vonnegut, hacia la mitad de la novela, el protagonista, Billy Pilgrim, se pone a ver una película hacia atrás. Es un film sobre los bombardeos americanos en la II Guerra Mundial. El efecto es fascinante. Produce añoranza de los imposibles, como el de deshacer ciertos actos y empezar de cero, pero esta vez de otra manera, para que el final sea feliz. Pilgrim ve cómo los aviones norteamericanos, llenos de agujeros, hombres heridos y cadáveres despegan hacia atrás en un aeródromo inglés. Vuelan hacia una ciudad alemana en llamas, donde los bombarderos abren las compuertas de las bombas y ejercen «un milagroso magnetismo» que encoge los incendios y los comprime en contenedores cilíndricos de acero, alzándolos hasta el vientre de los aviones. Al llegar a la base, los cilindros se envían de vuelta a EEUU, donde hay fábricas que separan sus peligrosos componentes en minerales. Al principio de la película los pilotos devuelven sus uniformes y se convierten en estudiantes de instituto. Y Hitler, seguramente, se transforma en un bebé, piensa Pilgrim.

No acaban así las guerras. Pero es bonito soñar con que, un día de estos, Putin sale del vientre de su madre y al cabo se convierte en un poeta de la experiencia, incluso en una editora llamada Natasha. No podemos sino convivir con el error, acostumbrarnos a él, casi no ver sus defectos, como el día que, después de un esfuerzo titánico para vestir a mi hija, comprobé que le había metido las dos piernas por la misma pernera del pantalón, y la dejé pasar el día así, incómoda, con tal de no desvestirla y volver a vestirla.

 ** Escritor