Se fue el carnaval 2022, pero llegaron las máscaras. Se levantó el telón hace ocho días y el festival de bombas rusas comenzó a caer sobre el suelo ucraniano. Éxodo masivo de ucranianos. Totum revolutum en la comunidad internacional, que trata de aislar (diplomática y económicamente, sobre todo), a la Rusia del insurrecto moscovita. Pero, frenar las ansias imperialistas del ex KGB, no es tarea fácil, especialmente, cuando para alguno de los protagonistas de la nueva mascarada, resulta interesante tener abierto un nuevo foco de conflicto en Europa, con objetivos múltiples: reactivar su industria armamentística vendiendo más armas a Ucrania, sobre todo, después de la caída del chiringuito afgano; debilitar y desestabilizar todavía más las economías europeas, y la rusa también, claro está, pues la guerra con Ucrania implica graves repercusiones económicas para los estados europeos por razones obvias (gas, petróleo, exportaciones...), y para Rusia, cuyo esfuerzo en recursos y diplomacia le puede hacer perder gran parte de su fuelle económico y militar; y, desde luego, posicionarse estratégicamente próximo a las fronteras de la federación rusa y justificar todo tipo de cambios estructurales (necesarios en una región inestable), en negocios varios relacionados con minerales y petróleo, sectores nada estratégicos, de los que acabará sacando importantes réditos en lo que a explotación de recursos se refiere, como ya lo hizo en Afganistán.

Y todo, por el empeño ucraniano de solicitar su ingreso a la UE, y a la OTAN, inspiración divina procedente del otro lado del Atlántico. Vamos, que lo que sucede, conviene. Interesa que a uno le pongan servido en bandeja un nuevo bloque antirruso al más puro estilo Guerra Fría. Pero, de esa mascarada, nadie habla.

*Periodista y profesora de Universidad