Europa ha vuelto de un modo que no hubiéramos creído posible en los años noventa, tal era nuestra ingenuidad. Se supone que cada generación tiene que cometer sus errores y aprender sus lecciones, aunque algunas sean más dolorosas que otras. Por unos años, tras la caída del muro, creímos en la inevitabilidad de la democracia. Una larga paz kantiana seguiría a la disolución del comunismo soviético, mientras la cooperación internacional, el desarrollo de las clases medias, la apertura de los mercados globales y la ciencia ensancharían las bases del progreso. Reagan, Thatcher y Juan Pablo II habían ganado, pero fue la socialdemocracia –Clinton, Blair y Schröder– la que pilotó aquellos años trufados de optimismo. El salto adelante que se dio con la moneda común –el euro– hubiera sido impensable sin el optimismo de aquella época, sólo ensombrecido por la irracionalidad de los Balcanes, una guerra que se antojaba el último eco de un continente deseoso de hermanarse en la casa común de la UE. China despertaba de su letargo; sin embargo, las tesis dominantes de la época sugerían que la prosperidad económica conduciría de forma inevitable a la democracia. Los escépticos –pienso ahora en el astuto Lee Kuan Yew– eran acallados o sencillamente considerados como profetas de calamidades. Más adelante llegó la amenaza islamista, que dio inicio al siglo XXI, y dos décadas de globalización, que empezaron a trastocar los viejos equilibrios de un modo sorprendente. China crecía y la Unión Europea digería con dificultad la ampliación al este y la rigidez de la moneda única, pero nada de ello parecía augurar algo distinto al placentero declive de Occidente. Como siempre, los demonios prosperan bajo el velo del optimismo.

Europa ha vuelto en forma de fuego. Ese fuego se llama Historia y es el reino de la fuerza. Durante los últimos lustros, Rusia ha ido reforzando su ejército mientras apenas era capaz de modernizar su economía –aparte de lo que sucedía en algunas grandes ciudades– o de convertirse en un actor relevante de la globalización, pues la inmensa mayoría de sus exportaciones no son tecnológicas ni de manufacturas, sino de materias primas. Su vía para continuar influyendo sobre el escenario internacional era –y es– ejercer su centralidad geográfica en lo que se denomina Euroasia y extender su poder militar. Se ha hablado, y mucho, estos días en círculos diplomáticas, del error que cometió la administración Obama al dejar a los rusos vía libre en el conflicto sirio, y quizás sea verdad; en todo caso, constituyó un error derivado del mismo corsé ideológico que se impuso con el triunfo del liberalismo kantiano. Había ya entonces suficientes indicios para sospechar del espejismo en el que vivíamos y darnos cuenta del retorno de la Historia. Preferimos engarzamos en batallas estériles. Ahora lo pagamos.

El frente oriental ha caído, mientras Putin amenaza a todo el continente. Quizás sea el momento de unificar Europa y de dar el salto definitivo a un Estado trasnacional que nos permita operar con mucha mayor eficacia en un contexto internacional muy diferente ya al de los noventa y que nos habla de bloques, de amenazas y de caos. La solidaridad entre los pueblos se afianza en los grandes conflictos, y la guerra de Ucrania –tras décadas de paz– es uno de ellos. Quiero creer que estaremos a la altura del reto. La Europa libre se ha mostrado capaz otras veces a lo largo de su historia.

 ** Periodista