Mediaba el mes de enero de 1922 cuando, de forma inesperada, fallecía un Papa bueno, continuador de la obra de su predecesor Pío X y abnegado hombre de Dios: Benedicto XV había gobernado el timón de la barca del Pescador en los difíciles años de la Gran Guerra, sobre la que nunca dejó de exhortar una paz de compromiso mientras mitigaba el sufrimiento provocado por los beligerantes, en especial entre los prisioneros. Al fallecer, se pensó en Gasparri, su secretario de estado, como sucesor, o bien en el cardenal Merry del Val, el cual contaba con muchos adversarios tras haber desempeñado ese puesto durante el pontificado de Pío X. Aquel 6 de febrero, sin embargo, el elegido para ocupar el solio pontificio del «período de entreguerras» sería un erudito paleógrafo, arzobispo de Milán, de 65 años, Achille Damiano Ambrogio, cardenal Ratti (Derio, 31 de mayo de 1857-Ciudad del Vaticano, 10 de febrero de 1939), doctor en cánones y en teología, prefecto de las bibliotecas Ambrosiana y Vaticana, persona de gran vitalidad y una enorme capacidad de trabajo, lo que le permitió llevar a buen término un pontificado muy fecundo. Sería respetado por el pueblo, lo que se mostró de la forma más plástica con ocasión de su óbito, cuando la ciudadanía desfiló durante días ante el cadáver expuesto en san Pedro, no bastando para mantener el orden en la plaza los cinco mil soldados facilitados por Italia.

Fue el primer soberano con poder temporal sobre la ciudad de El Vaticano, tras la proclamación de este como Estado en 1929 mediante el tratado de Letrán, lo que dio solución a la espinosa cuestión romana y zanjó definitivamente una situación que duraba ya sesenta años. Se reconocía así a la Iglesia la independencia para ejercer su función universal en un minúsculo Estado, regulándose al mismo tiempo las relaciones entre la Santa Sede y el Reino de Italia: se reconocía al Estado italiano con Roma como capital, mientras éste aceptaba la religión católica como única del Estado. Los pactos pusieron fin oficialmente a los Estados Pontificios, presentes en la península italiana desde la Edad Media. También el Papa mandó restaurar el conjunto del palacio, creando la pinacoteca y dando utilidad a muchos de los edificios existentes, algunos para ser dedicados a la nueva emisora de radiodifusión, a la Academia Pontificia de las Ciencias (que se crea también ahora), al Instituto Pontificio de Arqueología Cristiana, promovido igualmente por Pío XI, etc. En la secretaría de Estado su labor la continuó monseñor Gasparri y, desde 1930, el cardenal Pacelli, de quien el pontífice aguardaba fuera su continuador en la sede de Pedro.

El Papa trató de igual a Benito Mussolini, primer ministro de Víctor Manuel III, y mantuvo el gesto de cerrar los museos y retirarse a Castelgandolfo cuando Hitler visita la Ciudad Eterna en 1938. Bajo su dignidad mandó celebrar dos jubileos extraordinarios, siendo el de 1933 el que atrajo a mayor cantidad de peregrinos. Fue amante de las solemnidades litúrgicas, ocupándose de que se celebraran con gran decoro. Vinculó a la Acción Católica con la jerarquía eclesiástica, en lugar de hacer de ella un auténtico apostolado para los laicos, tan deseado por muchos, entendiéndola más bien como un organismo centralizado y ramificado en grupos diocesanos y parroquiales. Reformó los programas en los Seminarios y en las universidades católicas (Constitución apostólica Deus scientiarum Dominus de 1931), unificó al movimiento misionero y consagró obispos para China y Japón, entre otras muchas acciones realizadas en su pontificado.

Entre sus escritos y encíclicas destacan el Acta Eclessiae Mediolanensis, la revisión del Misale Ambrosianum, la encíclica Casti Connubii (1930), dedicada a la moral del matrimonio, así como la Quadragésimo anno (1931), en la que insiste en la permeabilidad de la sociedad a los principios de la religión cristiana, siendo considerada una prolongación de la Rerum novarum de León XIII, promulgada ocho lustros antes; también publicó la Divini illius Magistri (1929), la Acerba Animi (1932), en la que se denuncia las condiciones que sufría la Iglesia en México, la Mit brenender sorge (1937), en la que se condena el nazismo, la Divina Redemptoris promissio (1937), en la que se hace lo propio con el comunismo, la Dilectisssima nobis (1933), una reflexión sobre la situación de España, defendiéndose en ella la libertad y la civilización cristiana. Durante la Guerra Civil apoyó a Franco. Bajo su dignidad mantuvo el prestigio del Papado, que se reflejaría en las relaciones establecidas con otras naciones, firmándose un Concordato con el III Reich. Perseverante hasta el final, fallece cuando se estaba a punto de conmemorar el décimo aniversario de los pactos lateraneses, un día antes de poder leer la Nella luce, texto crítico sobre el fascismo que no vería la luz hasta el pontificado de Juan XXIII.

** Catedrático