El maniqueísmo lleva bastante tiempo en horas bajas. Así creíamos que tenía que ser, acaso porque el simplismo es una forma cómoda de superar el pecado original de las verdades rotundas. Uno pertenece a una infancia en la que jugábamos a indios y vaqueros; a policías y ladrones, donde el rol de buenos y malos no se tamizaba por correcciones historicistas y nuestras párvulas equivocaciones no estaban emponzoñadas por la vileza cínica de la equidistancia.

Sin embargo, a pesar de haber aprehendido a lo largo de nuestra existencia la infinita gama de matices existente entre el blanco y el negro, toca posicionarse con paletas rotundas, recuperando un fervor maniqueísta para que no sea nuestra propia conciencia la que propicie los claroscuros. Y así, al igual que aquella lista que mecanografió el personaje protagonizado por Ben Kingsley, y sufragada por el magnate Oscar Schindler representaba el bien absoluto, la arrogante y gélida vileza de Vladimir Putin testimonia la presencia del mal. El mal tiene mil caras y puede erosionarse como las montañas antiguas porque el tiempo de las crónicas acentúa los actos pero decolora los sentimientos. A nosotros nos llega la caída de Constantinopla, pero no el atroz sufrimiento de los bizantinos. Y a Putin le gusta juguetear con la historia, imaginando que cualquiera de sus oficiales podría ser Miguel Strogoff para cartear por sus inmensos confines la omnipotencia de este nuevo zar de todas las Rusias.

El sátrapa ruso percibe las analogías de Europa, y quizá deteste pero morbosamente acepta sus comparaciones con el führer. Pero en este retorcimiento de la Historia, Putin le ha otorgado a Macron el rol de Chamberlain. El inquilino del Elíseo, que bien encarna la arrogancia francesa y podría actualizar las esencias napoleónicas, no perdonará que le haya dado el mismo trato de bobo pacificador que Hitler le otorgó al Primer Ministro Británico, con una mesa de seis metros de largo para excusarse vilmente en el covid, ahora que la ausencia de mascarillas se antoja un mal menor para la población ucraniana que se hacina en el metro, refugiándose de los bombardeos. Por aquel entonces los Sudetes y Checoslovaquia jugaron el papel del Donbás y los regateos contemplativos acrecentaron las ansias expansivas de los nazis.

Para adormecer nuestro paroxismo, podríamos argüir los indudables fallos de Occidente, empezando por los jaleados errores de cálculo de la Plaza del Maidan, o remontarse al siglo XII, en aquel asentamiento del Rus de Kiev como zona cero de la Madre Rusia. Justificantes en última instancia para templar nuestro canguelo, porque la inmovilidad es el pienso de los tiranos. No hay maniqueísmo en los cementerios de Normadía, porque el bien por el que se inmolaron aquellos soldados no era otro que detener la barbarie.

Ahora Putin quiere investirse con el armiño nuclear para que el miedo no nos persiga, sino nos acompañe. La determinación empuja a abandonar las medias tintas, enemigas acérrimas de los maniqueos y enfocar nuestras iras, no hacia Rusia, sino hacia ese foco de egolatría. Por el bien de la humanidad, Putin delenda est. Se merece que se desintegre la moral de las tropas rusas, encontrando estéril matar civiles de una nación hermana, regresando del frente igual que consiguió el tren de Lenin, impulsando aquella deserción la mecha de la revolución bolchevique.

El narcisismo de Putin antepone los oropeles de la Historia al sufrimiento de las víctimas. El penúltimo resquemor de su egocentrismo es que ya no habría Historia si se apretase masivamente el botón nuclear. Posiblemente, sea un motivo insuficiente y, con fundamentados maniqueísmos, nos toca a todos combatir el mal.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor