Debe ser que la tragedia me ha cogido sensibilizado navegando por los capítulos de Buena Mar (Alfaguara 2021) a bordo del Carrumeiro de Antonio Lucas faenando en el Gran Sol. O que uno es norteño y de alma y familia marinera. Pero aún ahora, cuando las noticias relativas al Villa de Pitanxo van sumergiéndose también en las páginas de los periódicos, el recuerdo de lo acaecido sigue aflorando cada vez que miro, anclada tras el cristal de uno de los módulos de la librería de mi despacho, la maqueta de un pequeño pesquero. Lo tengo abarloado junto a una corbeta de tres palos (con diez cañones por banda, por cierto). Es el clásico barco de bajura, ese que casi siempre nos cautiva, recortando su silueta azul contra el horizonte, cuando enfila al atardecer la bocana de cualquier pequeño puerto Cantábrico. Ese que parece siempre atraer a las gaviotas. Ese que es casi souvenir obligado de cualquier localidad junto al mar. No es un arrastrero de altura como el naufragado en aguas de Terranova. Pero lo traje de Bueu, casi al lado de Marín, su base de referencia. Y ahora se encarga de encogerme el corazón cada vez que escucho las noticias de lo acaecido a su hermano mayor en los bancos de la gran isla canadiense. Muy cerca por cierto de donde se hundió en su día el Titanic.

Debe ser también que uno tiene multitud de vivencias de niñez y juventud, entrañadas en la ría de Pontevedra y acrisoladas en los ambientes de la península del Morrazo, las islas de Ons, la Escuela Naval, las puestas de sol desde Lapamán, o el Monte do Cavalo, y las tardes de romería en Beluso. Pero sobre todo muchos años de convivencia con la gente para la que la mar no solo es solo un medio de vida, sino también el mundo en el que ha escogido vivir. Gente de la que guardo las enseñanzas de la pesca en pequeñas y no tan pequeñas lanchas, cómo localizar los caladeros en función de los accidentes de la costa, aparejar nasas o líneas, practicar algunos nudos diabólicos, apañar alguna avería del motor - entre esos charcos de oscuros de grasa irisada que tan bien describe Lucas- y leer la meteorología en función de los síntomas más insospechados. Pero sobre todo a querer y respetar la mar (el «la» está puesto adrede).

Y guardo en el almario de esos años toda una gama de personajes entrañables, pero en especial a dos patrones a los que pude acompañar en alguna ocasión: o Caneiro (los caneiros son un arte de pesca fluvial ) y o Pirixel ( Perejil). Dos personajes de novela en mar y tierra, de esos que de niño te hacen pensar que existe la isla del tesoro o te llevan a leer a Rudyard Kipling, tras ver a Freddie Bartholomew y a Spencer Tracy en Capitanes Intrépidos y a evocar el Fishermen’s Memorial de Gloucester, que rememora a todos los fallecidos en el mar con la imagen de un pescador al timón, vestido con ropa de agua, buscando un dique de abrigo.

O incluso todo puede derivar de que uno iniciara su andadura como profesional del periodismo cubriendo las informaciones de puerto y viviendo, con ocasión de ellas, la angustia con que se sigue desde tierra un naufragio en el mar. Solo conozco una similar, la derivada de una explosión de grisú en un pozo minero y el rescate de los cuerpos carbonizados. Recuerdo que el fallecido Antonio Salmoral y yo hubimos de repetir varias tomas porque a todos se nos quebraba la voz narrando lo acontecido.

La tragedia ha vuelto a poner de relieve la dureza del trabajo en un sector que tiene dificultades para propiciar el relevo de la generación del baby boom. Muchos meses fuera de casa, sin otro contacto con la familia que el teléfono o Internet, en entornos peligrosos. Los alumnos salidos de las escuelas de Náutica, siempre con dificultades para hacer prácticas, prefieren trabajar en el sector recreativo, las labores de tierra o en la marina mercante y suelen escasear marineros, patrones y personal de máquinas. Así que el número de buques también desciende. Y las granjas marinas surgen como alternativa.

Y es que con olas de diez metros un barco desaparece con la cubierta barrida por el mar y vuelve a aparecer no se sabe muy bien cómo. «Descender desde esa altura activa un presentimiento apocalíptico. Y el estruendo de una caída es una hecatombe», narra Antonio Lucas al tiempo que nos transmite cómo la vida se balancea entonces violentamente en un mundo donde una preocupación minúscula puede ser insoportable y una nostalgia peor que un temporal, ante un paisaje que se hace y deshace como una demolición incesante.

Puedo cerrar el libro y apagar la tele. Pero no puedo dejar de mirar a mi pequeño pesquero, que parece reiterarme las palabras del periodista a bordo del Carrumeiro, pensando «como será ese silencio sumergido de no tener ya nada alrededor, ese silencio admirable, puro, de la memoria misma de lo hundido».

* Periodista