Todo lo que nos rodea nos recuerda lo imperfectas que somos, ha dicho la actriz Emma Thompson en la Berlinale. A las mujeres nos han lavado el cerebro para que odiemos nuestros cuerpos, ha advertido en un discurso que se ha vuelto viral, como si nunca hubiéramos oído hablar de este tema.

Como si todas nos miráramos al espejo sin sentirnos avergonzadas por lo que sea, una talla de más, dos tallas de menos, siempre esos dos adverbios machacándonos la autoestima incluso cuando ya no queremos seducir a nadie que no seamos nosotras mismas. Ni aún entonces nos gustamos. Delante de un espejo encogemos barriga, nos giramos, estiramos la barbilla... todo con tal de no parecernos a la imagen reflejada. Y esto, que hacemos todos los días, se ha convertido en algo público al decirlo una actriz que se ha desnudado con sesenta y dos años sin haberse retocado nunca.

Desde que nos levantamos hasta la hora de acostarnos entablamos una guerra con nuestro cuerpo embutiéndolo en fajas reductoras o ampliándolo con rellenos, caminando sobre tacones inverosímiles o cargadas con bolsos como para una acampada, siempre corriendo detrás de un ideal que nos lleva martilleando desde niñas.

Basta mirar las vallas publicitarias, las revistas, el cine... que nos muestran como seres etéreos, casi enfermos, mujeres débiles en posturas inverosímiles y no mujeres reales a punto de salir para el trabajo.

Rebelarse contra esa tiranía sale caro. O te llaman descuidada o te recuerdan lo ideal que estarías si te cuidaras un poco. Hablo de nosotras mismas, jueces y parte, enredadas en depilaciones, hipopresivos, cremas y potingues con tal de no enfrentar lo natural, de negar la evidencia.

No hace falta un discurso como el de Emma Thompson (aunque no está mal que lo haya pronunciado) para remover las conciencias, entre ellas, la mía. Lo que hace falta es que dejemos de mirarnos como a seres imperfectos, que nos preocupemos por nuestra salud más que por nuestra apariencia y que no nos veamos como modelos o aspirantes a una perfección tan absurda y tan cambiante que solo puede existir, como Alicia en sus sueños, al otro lado del espejo.