Sabido es que los bancos imponen en el mercado financiero sus reglas a conveniencia. Se pretende así justificar que en una economía global y altamente competitiva ni el Derecho, ni las Leyes son instrumentos eficaces para lograr el alto nivel de eficiencia que asegure los rendimientos exigidos por el capital. Lo que se impone de facto, sin la mediación democrática de la Ley, es un conjunto de prácticas corporativas ideadas por las entidades financieras en aras a los mayores beneficios societarios y bursátiles. Esta cultura de la eficiencia modela toda la empresa, su organización, su actividad y aquí, en particular, su modo de proceder con las personas mayores usuarias de servicios bancarios. Los bancos, sabedores de su deterioro reputacional, intentan ocultar ante la sociedad los efectos de estos crudos propósitos mediante políticas de imagen (como los códigos éticos, la RSE y otros «afeites de la actual cosmética»).

Me refiero a las personas mayores clientes de bancos y, como tales, usuarios de servicios bancarios que sufren un alarmante deterioro en el trato que reciben de bancos al imponerles pasar por la piedra de operar a través de instrumentos tecnológicos. La máquina sustituye a la oficina bancaria y a la persona trabajadora de banca. La operatoria bancaria tecnológica no solo no se acompasa al proceso social de adaptación y aprendizaje consiguiente, sino aún menos a la realidad social y humana de las personas mayores usuarias de servicios bancarios que se sienten «descartadas» de la planificación de tales empresas, al carecer de las «condiciones naturales» para hacerse con el grado de pericia requeridas para el manejo de las máquinas complejas interpuestas obligatoriamente por los bancos. Se sienten «descartadas» —y bien que lo son—y por ello dañadas en su dignidad personal y cívica. Cómo no se va a sentir también esa herida en la dignidad del entero cuerpo social. Como efecto dominó, la drástica reducción en horarios y atención personal a las personas mayores induce al descarte de buena parte de las plantillas y al cierre de oficinas en aras a disminuir costes e incrementar el valor bursátil de las empresas bancarias.

Mi propósito aquí es solo apuntar a la necesidad de recurrir al imperio del Derecho y la Ley; no solo ya a las normas que ahora clamorosamente se reclaman, sino a las normas legales vigentes, que están ahí a la espera de que el movimiento social de defensa de los consumidores las despierten, las levanten, las abanderen, las interpongan y ejerciten.

Pues bien, nuestro ordenamiento jurídico abriga una norma legal que sanciona como práctica ilícita la discriminación de los consumidores y usuarios por parte de las empresas. El factor causante de la discriminación está materialmente vinculado a la destreza en el uso de los medios tecnológicos. Sí, pero a este factor tecnológico se asocia inevitablemente otro de naturaleza biológica —la «edad de los años» del consumidor o usuario— y otro de naturaleza económica (la pobreza que impide el uso de estos instrumentos).

Esta norma de hechura europea y raíces constitucionales sanciona como desleal «el tratamiento discriminatorio del consumidor en materia de precios y demás condiciones de venta, a no ser que medie causa justificada» (Ley de Competencia Desleal). La norma se sustenta en el principio constitucional de la igualdad (de trato en el mercado).

Cierto es que todas las Leyes son interpretables. Pero en un sistema constitucional ninguna norma puede ser interpretada y menos aplicada en disconformidad con nuestra Constitución altamente comprometida con la igualdad de trato económico en el mercado y la defensa de todos los consumidores y usuarios. Así, la libertad de empresa no puede ser ejercitada a espaldas de este principio de igualdad de trato, en particular con los consumidores «no tecnológicos». Desde los albores del siglo asoma con brío una corriente de pensamiento que alumbra un nuevo modelo de constitucionalismo de las personas y sus necesidades, modelo que ya aletea en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (2000). En este nuevo constitucionalismo el mercado (también el financiero) es concebido no solo como ámbito de negocios de operadores y consumidores, sino también como espacio social de encuentro de las personas y sus necesidades.

Cuando la cultura de las tecnologías arrolla a las personas mayores usuarias de servicios bancarios e impone la cultura del descarte de estas es inevitable que aflore el resentimiento social y la enemistad cívica contra los bancos. (Bulle en sus memorias los 65.000 millones de euros del rescate bancario). Negada la conversación bancaria presencial, esto es, la atención directa del personal de la banca, las personas mayores vagan silenciosas y atemorizadas por las oficinas bancarias (y sus cajeros callejeros) en lucha con las imposibles máquinas, para regresar a casa como «exiliados ocultos« vencidos por el artificio de luces, plásticos y metales.

Ni el gobierno, ni el banco de España pueden inhibirse ante esta práctica bancaria antisocial. Tampoco la fiscalía y los tribunales de justicia. No basta con paños calientes de meras «recomendaciones voluntaristas». En alerta.

*Catedrático de Derecho Mercantil