¿Por qué hablar hoy del «bien común» mueve a risa? No a una risa franca y desinhibida, sino a una risilla oblicua, como la del hermano de diez años cuando oye al de seis hablar de los Reyes Magos. Parece que esa expresión encuentra hoy su hábitat más idóneo entre las páginas de los libros de filosofía, o bien en los discursos de los políticos profesionales, quienes la pronuncian desde la tribuna de un modo nada convincente. Pero si a uno se le ocurre mentarla entre iguales, ya sabe cuál será la respuesta: un silencio elocuente en el mejor de los casos; una mirada conmiserativa en el peor de ellos. «¿Tan tonto soy?», se pregunta uno entonces. «¿Tan poco he aprendido de la vida?».

Parece que «bien común» es la fórmula que usa uno cuando, buscando su propio bien, no desea manifestarlo de un modo abierto, y recurre a esa hipócrita hoja de parra del adjetivo «común». Hace tiempo, sin embargo, hubo gente persuadida de que, más allá del interés personal, subsistía uno compartido, al cual se supeditaba a veces incluso la propia vida. Hoy todos sospechan que ese interés supraindividual no existe; que en realidad nunca existió, que siempre fue un engaño de los más «listos» (y poderosos) para lograr que los más «tontos» (y débiles) hicieran lo que ellos deseaban. La cuestión es que ahora que casi todo el mundo sabe ya esto, hablar del bien común se ha convertido en un rito que nadie toma en serio. Sucede como con los locutores de los noticiarios que el Día de Reyes describen circunspectos (aunque con una sonrisilla dentro) el recorrido de Sus Majestades por las calles, vaya a que algún niño escuche el televisor. El problema con el bien común es que ya no hay niños a los que sea necesario ocultar nada: somos todos lo bastante listos, ¿verdad?, como para saber que tal cosa no existe.

Ahora bien, si solo hubiera en liza intereses particulares, ¿por qué dirigimos esas críticas tan acerbas a los políticos venales? ¿No deberíamos ver su comportamiento –la persecución del propio interés– como la cosa más natural del mundo? Yo creo que si actuamos así es porque vivir en democracia requiere postular la existencia del bien común, aunque nos sintamos un poco ridículos al mentarlo en voz alta. Si no como una realidad empírica, sí al menos como lo que Kant llamaba una «idea regulativa», es decir, como un ideal inalcanzable, pero que debe modelar nuestra conducta cotidiana como si pudiera realmente conseguirse. Así, si un político roba dinero público, atenta contra el bien común; y si nosotros lo criticamos es porque, en el fondo, creemos en él. No ser cínico no significa necesariamente ser un tonto. Todavía queda espacio para la cordura.