Antes de la pandemia -porque hubo un antes de la pandemia- solía quedar los viernes con mis amigas. No todos los viernes, pero los suficientes como para que se pudiera considerar una rutina y como para que tuviéramos un grupo de Whatsapp llamado ‘Viernes necesarios’. A veces decidíamos con antelación dónde despediríamos lo más duro de la semana y otras, si el trabajo lo impedía, la cena del viernes se convertía en un desayuno o en un almuerzo el sábado. Lo importante era vernos, lo de menos dónde.

La pandemia trastocó todas nuestras costumbres. El confinamiento nos arrebató esas cenas, esos desayunos y esos almuerzos. Los sustituimos por videollamadas. Durante mucho tiempo, Zoom, Skype y otras aplicaciones nos ayudaron a salvar esa distancia física. Cuando pudimos regresar a las calles, todo había cambiado. Las mascarillas nos tapaban la mitad de la cara, nos saludábamos de lejos, continuábamos sin ir a bares.

Han transcurrido casi dos años desde aquel 14 marzo de 2020 en que nos recluimos en nuestras casas y todos, al mismo tiempo, sentimos miedo de lo mismo. De que un virus que hasta unas semanas antes era solo una gripe no nos dejara -a nosotros, a nuestras familias, a nuestros amigos- seguir con nuestras vidas.

La primera vez que quedé después del confinamiento lo hice con mis amigas de los ‘Viernes necesarios’. No cenamos: nos tomamos una cerveza en la terraza de una cafetería en la que desinfectaron cuidadosamente la mesa y las sillas que íbamos a ocupar. Nos sacamos una foto con la distancia de seguridad que habían establecido las autoridades sanitarias para evitar el contagio.

Desde entonces no hemos vuelto a vernos con tanta frecuencia como antes de que supiéramos por experiencia propia lo que era una pandemia. Cada vez que acordamos vernos reservamos con antelación en algún restaurante. Hemos reservado hasta para desayunar.

Las rutinas nos ayudan a organizarnos, a pensar, a sentirnos seguros. Es curioso, sin embargo, que justo cuando más incertidumbre hemos sentido, cuando más vulnerables nos hemos reconocido, más milimetrada tengamos la vida. Aunque creo que he aprendido a entender mejor las miradas, durante estos dos años he echado de menos ver más a menudo las expresiones de mis amigos y compañeros de trabajo. Pero lo que más he extrañado, y aún extraño, es la capacidad de improvisar. Siento que hace dos años me colocaron un corsé que me impide cambiar de idea sobre la marcha, que me obliga a tomar decisiones con antelación, a planificar absolutamente todo. Y ese corsé es incompatible con una vida cada vez más imprevisible y fortuita. Todo puede derrumbarse en cualquier momento -puede estallar una guerra, puedo perder mi empleo y puedo contraer una enfermedad mortal que sortea cualquier frontera-, pero nada me pillará sin haber reservado mesa para cenar.

*Escritora y periodista. Autora de ‘El año que no viajé a Buenos Aires’ (Ediciones Menguantes, 2020)