El gigante lombardo de la pintura barroca nos sorprende, de nuevo, con una de sus obras. El Palacio Real de Madrid expone desde el martes una obra magna del coloso del color y de la luz. La obra de ‘Salomé con la cabeza del Bautista’ (c. 1.609, para el gran maestre de la Orden de Malta, Alof de Wignacourt) se nos ofrece en la Sala de Estucos con toda su grandeza, muy cerca de su ubicación prístina en la planta baja del antiguo Alcázar de los Austrias (que se quemó). Nuestro inmenso patrimonio pictórico puede permitirse la gala traer al primer plano de exposición una de las maravillas del maestro, con el marchamo imponente de su magisterio en una obra de su última época. Se trata de un pintor de la más elevada estirpe que alcanza en Roma, en su etapa postreformista y manierista, la magnificencia cultural después del incontestable tronío de los colosos del arte renacentista (Rafael, Miguel Ángel...).

Los orígenes provincianos de Michelangelo Merisi Aratori (Milán, 1.571) se ciernen de la mano de una familia medio burguesa (padre funcionario de rango medio, al abrigo de Francesco Sforza...), ambiente religioso acendrado (del Cardenal Carlos Borromeo) y pintores mediocres (Simone Paterzano, 1.584...) que le impulsan a la capital pontificia al rebufo de la élite nobiliaria y al arrimo del pontífice Clemente VIII (Aldobrandini), cuando ciudad empieza a recobrar la confianza en sí misma y el futuro de la Modernidad (una corte papal con presupuestos absolutistas). Es el mayor escenario existencial del pintor, donde alcanza sus glorias y miserias. Como todo el mundo sabe, tiene una existencia intensa de pocos años (fallece a los 39 años), sembrada de dislates (bohemio e irreverente, con juicios y persecuciones) y el subsiguiente auxilio de comitentes eclesiásticos (cardenales Pucci di Recanatti,Del Monte, etc...), que condicionan su trayectoria personal y pictórica. El maestro cabalga alegremente entre la falta a las reglas del decoro y la invención, al tiempo que es admirado en los círculos intelectuales, e integrado en la sensibilidad del catolicismo militante, dotado de un singular pensamiento figurativo, altamente creativo de modelos iconográficos. Es un pintor poliédrico de mil perfiles y nunca de una dimensión. Complejo. Las pinturas nos atraen y desconciertan, incomodándonos a veces. Dota a los personajes bíblicos con la caracterización de los desheredados, con una concepción irreverente e incomprendida (desde la tradicionalidad).

Caravaggio vive de lleno la etapa finisecular, en el filo del siglo que propone cambios profundos en conceptos y principios, cuando se vislumbra el Barroco y el Manierismo sentencia sus últimos estertores. La inspiración de su paleta se descubre fácilmente en el luminismo realista lombardo de prosapia gótica que se ensalza en el Renacimiento; avanzando en el Quinientos, el aprecio indiscutible del color veneciano (el gusto por el color y la sensibilidad), con resonancias elocuentes del magisterio de un Tiziano del que se vanagloria su maestro Paterzano. De otra parte, el Manierismo finisecular que sentencia la Contrarreforma aboga claramente por la aproximación a la realidad (veracidad) que es precursora del verismo contundente de Caravaggio. Asimismo resulta evidente la proximidad tratadista de arte (Lomarzo amigo de Paterzano, ‘Trattato dell arte della pitura’): el decoro, como representación adecuada de lo que se pinta (físico, gestual, actitud...); el moto ( emociones y estados del alma...), etc.. El culmen de Caravaggio se alcanza con el bello colorido, vívido contraste de luces (característico del añejo término artístico del Tenebrismo) y el verismo de los tipos humanos. Realidad e idelidad constituyen una de las mayores claves del pintor, aunando fuertes dosis de realismo y profundidad conceptual con temas cristológicos profundos. En Caravaggio todo es enigmático, turbio o misterioso, y lo hace con una sintaxis realista que es un simple instrumento (un medio, las luces y cromatismos hábilmente trazados...), porque el fondo del concepto es mucho más profundo (alegorismo e intelectualidad acrisolada). Obviamente no estamos ante un simple pintor de bodegón, porque esconde planteamientos iconográficos conceptistas que trascienden con mucho la realidad en la que a veces nos quedamos. Sin ser un pintor culto (libresco), ni un teólogo de elevados registros, su pintura responde bien a las exigencias de doctrina. Con cuanta claridad se aprecian en el ‘Salomé con la cabeza del Bautista’ que nos ocupa los parámetros enigmáticos de la protagonista, y los rostros contrariados de la vieja y el verdugo. Todo lo dicen y lo ocultan todo. Las señas de identidad del maestro (luces, corores, contrastes, dramatismo, escenografía...) gritan la magnificencia del pintor que en fechas tan tempranas abre los horizontes del Barroco con una experiencia plástica inconmensurable; pues realmente transforma el arte universal en una dirección inesperada el curso de la historia de la pintura.

*Doctor por la Universidad de Salamanca