En la sesión de homenaje que no hace mucho me dedicó nuestra Real Academia él asumió mi laudatio, y lo hizo con suma generosidad, tanto en lo que toca al enjuiciamiento de mi persona y de mi obra, como en el esfuerzo empleado en preparar la loa, que nunca fue excesiva, pero que a mí me dejó deudor de agradecimiento de por vida.

Era muy mesurado y acertado en sus juicios, por lo que me agradaba sentarme junto a él en las sesiones de nuestra Real Academia, porque sus notas a pie de página, tras las intervenciones públicas, eran siempre acertadas. Por cierto, nunca ni un gramo de endivia o rencor, cuando ambos pecados son muy frecuentes en todas las colectividades.

Donde no abundan los buenos latinistas, él lo era sin presumir por serlo.

Supongo que quienes fueron alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras, de la que él fue decano, guardan un buen recuerdo de su mandato.

Recuerdo sus denodados esfuerzos para lograr la retransmisión de unas óperas que brindaba al público en general. Se aludió vagamente a algunos intentos de boicoteo.

Ya sabemos que se puede morir a cualquier edad, pero él desde luego no tenía edad de esquela mortuoria. Tampoco teníamos noticias de que una grave enfermedad lo estuviera minando, por lo que al dolor le ha precedido la sorpresa.

Tras su muerte descansará en paz, pero antes de morir no tendría mucho de lo que arrepentirse.

Lo malo que tiene ser nonagenario, como yo lo soy, es que ves partir a muchos buenos amigos y muchas buenas personas.

Adiós, Joaquín Mellado.

*Escritor. Académico