Cuando hace unos días me vi en la necesidad de hacer un pedido por Internet para reponer la despensa, una acción que ya tenía felizmente olvidada desde el enclaustrante confinamiento de 2020, tuve primero que navegar por las distintas alternativas que el actual e-commerce local de la alimentación ofrece ahora. El abanico no ha variado mucho desde entonces. Las cadenas más conocidas de alimentación siguen siendo las únicas que ofrecen este servicio a través de unas webs bastante similares con sus consabidos regístrese, indique el número de su tarjeta bancaria, añada a la cesta los artículos que desee, revise su pedido, elija el tramo de entrega, pague, imprima su justificante,... Unas webs que, aunque reconozco operativas y al gusto de los que estén acostumbrados a manejarse en ellas, son bastante implacables con el profano y no veo que resulten fáciles de manejo para los menos avezados. Así que, ante mi pereza de enfrentarme a ellas, intenté una opción intermedia que se aproximase más a mi entorno del día a día y soltura tecnológica. Le puse un WhatsApp a mi conocida tendera de la esquina con los artículos que quería y le pregunté si tenía medios para poderlos entregar en mi domicilio. Acerté totalmente, casi al instante me respondió que sí, que me avisaba cuando estuviese preparado para acercármelo a casa, y que la cuenta se la pagase como mejor me viniese. Una hora después yo tenía el pedido en mi despensa y ella había cobrado su importe mediante un Bizum que le envié. Todo esto sin registro, ni tarjeta bancaria, ni tramos de entrega,... y por el contrario, con un plus de confianza que me permitía poder especificar que los pimientos los cogiese de los más pequeños o que las lonchas de embutido las cortase un poco más finas. Este pequeño éxito de compra electrónica a mi tendera, en donde ambos hemos hecho uso de tecnología sin llegar a alterar la realidad ni la mecánica de nuestras habituales transacciones presenciales, me lleva a plantear en qué momento la tecnología deja de ser un complemento que facilita nuestras relaciones para convertirse en un elemento que las adultera. En la actualidad van en aumento las quejas de los usuarios que no consiguen establecer una conversación con un agente de su proveedora de seguros, telefonía, o cualquier otro suministro porque un robot contestador canaliza y encorseta el motivo de las llamadas sin permitir explicar de viva voz las peculiaridades de un caso. Personas mayores o de escasos recursos que padecen la angustia de la imposibilidad de acceso a un trato personalizado para poder resolver trámites ineludibles que han sido íntegramente automatizados por parte de entidades financieras o Administración. Una reivindicación que ya ha movilizado a la opinión pública desde la plataforma «Soy mayor, no idiota». Habitantes de zonas con baja densidad de población que observan impotentes un cierre constante de oficinas de toda índole que les obliga a grandes desplazamientos, priva de servicios y merma aún más su población. Y algo que también me temo que en no mucho tiempo echaremos de menos y hoy estamos dejando desaparecer: el comercio de proximidad. Ese que es la excusa adecuada para dar un paseo, donde el encuentro con amigos y conocidos está garantizado, que ofrece artículos que se pueden tocar y sobre los que nos asesoran, que propicia otros muchos negocios en su entorno, y que da vida a las calles de los barrios generando una economía local. Un modelo de negocio que se está viendo seriamente desplazado por un desmedido auge de compras en Internet que viene a sumarse a la lucha que ya mantenía por no sucumbir a los macro-centros comerciales que acogen marcas, franquicias y grandes cadenas de distribución. No cabe duda que algo se está perdiendo en el camino, deberíamos planificar los procedimientos tecnológicos con una perspectiva suficientemente humanista como para evitar que bienestar y progreso acaben enfrentados.

* Antropólogo