El found footage, o metraje encontrado, es un subgénero del cine de terror en el que alguien tropieza con imágenes perdidas, a menudo documentales y tomadas por algún aficionado, que le van revelando una historia desconocida y horrible. No es un género nuevo; el recurso a las cartas o libros encontrados es tan antiguo como la historia de la literatura, y, en el cine, Holocausto caníbal ya utilizó esta convención dos décadas antes que El proyecto de la bruja de Blair y la popularización de las cámaras de vídeo doméstico desataran una fiebre por él. El último ejemplo es Archivo 81 (Netflix), que no les voy a destripar, pero del que les diré que, si les gusta pasar miedo, disfrutarán, a cuenta del trabajo de un archivista encargado de restaurar una serie de cintas de vídeo quemadas en un incendio.

Pero en la realidad a veces el terror no reside en lo que vemos, sino en la forma que delimita aquello que permanece invisible. Igual que en las famosas siluetas de las víctimas dejadas por la bomba de Hiroshima, los archivos se pierden por falta de mantenimiento, o porque alguien decide intencionadamente destruirlos, un fenómeno que la ONU ha bautizado como ‘memoricidio’, y que en la antigüedad era aquel ‘damnatio memoriae’ que borraba a faraones y emperadores caídos en desgracia de los registros históricos.

‘Memoricidio’ es lo que ocurrió en diciembre de 1978 cuando el entonces ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, decidió quemar los archivos policiales del franquismo, según cuenta en sus memorias La conquista de la transición (1960-1978), Óscar Alzaga, quien fuera diputado de UCD y opositor democristiano al régimen. Esta destrucción premeditada tuvo por objeto tanto eliminar los rastros de la vigilancia de la dictadura como los de la resistencia al mismo, confiando en que el tiempo ayudara a desdibujar responsabilidades. La jugada no le salió mal del todo a aquellos gerifaltes de la represión, quienes se reciclaron del ‘establishment’ franquista al democrático sin problemas. Sin embargo, su silueta se dibuja mediante la admisión de culpa implícita en esa quema. Los archivos -en este caso, los no encontrados- nos siguen hablando, y en su vacío nos cuentan viejas historias de terror.