Quizás la vida no sea más que un tornaviaje, un regreso a la eternidad o a la nada y así se llamaba el viaje de regreso a España desde América o a América desde Asia. En el Museo del Prado se puede vivir ese tornaviaje artístico en la exposición temporal llamada ‘Tornaviaje, arte iberoamericano en España’, que nos muestra las aportaciones del arte americano a España con obras que, realizadas en tierras americanas, volvían con sus dueños y que nos lleva de la mano hacia otra exposición sobre Murillo y el barroco andaluz.

En la primera uno puede hacer el tornaviaje a la misma niñez cuando contempla la imagen del Cristo de Zacatecas del siglo XVI que viajó desde México hasta Montilla por obra de un montillano, Andrés de Mesa. Siempre lo había contemplado a lo lejos, colgado del techo de la parroquia de Santiago de Montilla, y con un aire mistérico y mítico; se decía -algo del todo improbable- que su figura hueca hecha de materia vegetal, venía cargada de plata de aquella ciudad, la que junto a Potosí fueron los primeros lugares donde se halló plata en Hispanoamérica. De cerca impresiona su esbeltez, tamaño y una especie de brutalismo escultórico que encajaría muy bien con la situación de la colonia española en la época.

Pero también la religiosidad expresada en el arte de vuelta es diferente, posee una dulzura y una inocencia quizás desconocida para nosotros en el arte del barroco y asimilado. Y por supuesto es un arte con las cualidades de lo mestizo, como el cuadro ‘Los tres mulatos de Esmeraldas’, fechado en 1599, del pintor ecuatoriano Andrés Sánchez Galque, siendo el retrato firmado más antiguo que se conserva del Virreinato del Perú; su contemplación nos muestra la riqueza de una mirada diferente y feraz, un híbrido de culturas, técnicas y artesanías sin las cuales nuestra propia cultura estaría empobrecida.

En la exposición contigua sobre el arte de narrar en el Barroco andaluz, un cordobés, el pintor Antonio del Castillo nos propone la historia bíblica de José en cuatro pinturas que magnifican la calidad de nuestro artista, que fue quien introdujo el paisaje en la pintura andaluza. Y eso que uno siente una cierta prevención hacia la pintura religiosa, no por prejuicios, sino porque suele ser repetitiva en cuanto a temas y previsible por conocida. Y siempre, salvo excepciones, me provoca una incisiva y áspera remembranza de la muerte, del paso del tiempo. Por otro lado, la bella suavidad expresiva de Murillo contrasta con la dureza de Valdés Leal, el pintor por antonomasia de la muerte- ‘Tempus fugit’ o ‘Finis gloriae mundi’- y también relacionado con Córdoba. Y si la intención de Leal era asustar con la muerte para obrar bien en vida y creer, quizás produzca el efecto contrario. Su obra, más teleológica que teológica, está más cargada de nihilismo que de esperanza.

De carácter muy distinto es la exposición de René Magritte en el Thyssen -que no decepciona- aunque el sentido último no sea muy diferente. Según Muñoz Molina su pintura es la de un contemporáneo nuestro. En esa pintura, anegada de absurdo, de simbolismo, de la casi total ausencia de rostros, como si le diera resquemor contemplarlos, la poesía es el verdadero resultado. El ‘ut pintura poiesis’ horaciano (la pintura es poesía pintada; la poesía es pintura hablada) se concreta aquí de manera definitiva en un tornaviaje a las profundidades de la mente humana, a los orígenes mismos de un surrealismo no impostado.

** Médico y poeta