Seguramente estamos más en la crisis de los misiles de Cuba que en las calles de España durante el «No a la guerra». En aquellos trece días que después dieron título a la gran película de Robert Donaldson -y mucho antes al libro de Robert F. Kennedy, uno de sus protagonistas-, el silencio mascaba su propio idioma turbio de un mundo nuclear. La diferencia brutal es que entonces el asunto estribaba entre el otro hermano Kennedy, John, y Nikita Jrushchov. La distancia dramática con el presente es que el único estadista con vigor actual es el mismo que amenaza con invadir Ucrania. No digo que Putin sea una maravilla para nuestros estándares democráticos, para su propio pueblo o para los ucranianos, pero en modo villano logra dar el nivel. Por el lado occidental nuestra debilidad es evidente, y Putin es un lobo siberiano que sabe oler el miedo de sus presas desde Berlín a Washington. Por aquí alguna gente trata de espolear ahora el «No a la guerra», cuando se sabe que son dos situaciones que nada tienen que ver: entonces se trató de justificar la invasión de un país -con un sistema de gobierno nada edificante, pero con su soberanía legítima extendida a la paz de un territorio- con la existencia de unas falsas armas de destrucción masiva que, ya es sabido, nunca aparecieron, como se encargaron de proclamar todos los inspectores de la ONU. Es decir: entonces se agredió a un país. Lo que se propone ahora, en un nuevo escenario, es la protección de un país que va a ser agredido: esto es distinto, así que el «No a la guerra» es más demagogia que ignorancia. Todos valoramos la paz; pero cuando te ponen la pistola al cuello, las opciones se suelen reducir. Aquí el asunto no es solamente geográfico, con la expansión de la OTAN y la nostalgia de Putin por la URSS, que es un romanticismo matador. Ha empezado una guerra de energía y la gente comienza a alinearse. También los de aquí: ahora, extrañamente, el nuevo «No a la guerra» jalea a los agresores.

*Escritor