Impactado sin duda por el peso e influjo del coronavirus 19 en la existencia de la población envejecida, el anciano cronista ha quedado recientemente muy impresionado por el doloroso trance que experimentase pocos meses atrás un antiguo colega. Al preguntarle a este por su desconexión con la institución a que consagrara sin reserva alguna de tiempo todas sus energías y afanes profesionales, recibió la siguiente respuesta: «Ni ellos (sus responsables) me llaman, ni yo los llamo...».

La acerba amargura de la contestación resume de manera insuperable una de las características axiales de nuestra sociedad en la que el mercado y, por ende, la productividad son el motor máximo, el gozne esencial sobre el que gira la entera vida de sus integrantes. Todo Occidente se acomoda hodierno a tal pauta de descarnado comportamiento. Pero aun así cabe todavía encontrar por fortuna algunas variantes en la actuación de corporaciones y estratos sociales. Por desgracia, España no se incluye sino muy tímidamente en el grupo de naciones en que al «senoriado» se le mira con respeto y gratitud, siquiera parciales. Por causas no fáciles de desentrañar, estos países atesoran costumbres y talantes propicios al justo reconocimiento de la herencia positiva de los antepasados más inmediatos. En las antiguas civilizaciones agrarias dichas actitudes se registraban con naturalidad y frecuencia. El haberlo sido España hasta la frontera misma de las últimas generaciones es hecho que exime de mayores expensas exegéticas. Las cuestiones más candentes y polémicas de nuestra colectividad, como la de «La España vacía» o la del retorno al campo tan ensalzado por urbanitas angustiados revelan, en ancha medida, la nostalgia sentida por unas generaciones que dilapidaron alocadamente un patrimonio, en verdad, inigualable.

Conforme el parecer de algunos comentaristas, motivos religiosos semejan descubrirse también en el fenómeno que está a punto de erigirse en paradigma del presente. Como sucediera con la potencia devastadora de la industrialización en el tardofranquismo y la democracia inicial, la de la secularización alcanza a la fecha una fuerza desconocida en ningún país de la vieja Cristiandad. Su reversión, sin embargo, no está en la agenda más acuciante de nuestros conciudadanos. Empero, una temperatura religiosa de cierta densidad daría probablemente mayor afección e intensidad al diálogo intergeneracional y fomentaría una estima más notable hacia el comportamiento de padres y abuelos. Mas dicha tesitura ni está ni se la espera. Circunstancia lancinante para millones de españoles que reclama la atención perentoria de políticos y gobernantes. Horizonte desdichadamente todavía más lejano. Mas con todo, que perspectivas tan sombrías no nos desahucien de esperanza a creyentes y no creyentes en la trascendencia.

*Catedrático