No somos el único ser que tiene conciencia de su propia muerte. Ahí tienen a los elefantes, con su archi citado cementerio que, aparte de excitar a los emuladores de Tarzán y otros relatos de aventuras, se ha manoseado como metáfora de declive y la defenestración de viejas glorias. Estos paquidermos llegan a explorar con su trompa el cráneo inerte de un compañero de manada, como si Dumbo abandonase las bambalinas del circo para representar a Hamlet en las tramoyas del Serengueti.

No somos por tanto la única especie, pero sí la que más histrionismo ha apurado del final de la existencia. Por ello, la inmortalidad irrumpe como un audaz destello de inteligencia que intenta ratonear tiempo a la implacable tiranía biológica. Y ese siseo a la parca es el que atesora los grandes relatos mitológicos; el que ha forjado las religiones que han cartografiado la trascendencia y el que funde en las estatuas una plusvalía naif de la posteridad, asiéndonos a los bustos de bronce para sellar la continuidad en la otra vida.

Nada es eterno. Ni siquiera esas efigies ecuestres colosales que camuflan su cotidianeidad con las deposiciones de las palomas. En esa enfebrecida querencia de desmontar estatuas, focalizadas fundamentalmente en el continente americano, la última en situarse en la diana ha sido la de Theodore Roosevelt. De los dos presidentes americanos con este apellido, el mencionado no es el que guarda mayores empatías con España. Si hay una trinidad que agitó a la población norteamericana para intervenir en la guerra de Cuba, dos de los vértices fueron los magnates periodísticos Pulitzer y Hearst. Y el tercero, este ambicioso congresista al que se le quedó pequeña la añoranza de la conquista del Oeste. Una grúa ha descabalgado a la figura de Teddy Roosevelt erigida en la entrada del museo de Historia Natural de Nueva York. La ignominia se situaba en los apéndices, al estar flanqueado en cada estribo por un nativo americano y un afroamericano, otra triangulación de la hegemonía del hombre blanco. Pese a ese tufillo supremacista, no debe desmontarse de este personaje su querencia ecologista, siendo el presidente que creó el primer Parque Nacional -Yellowstone, por más señas-.

Más que expiar, la tiranía del presentismo parece blanquear las huellas del pasado. Puede ser loable esa cuota de constricción de este espíritu revisionista, pero no hasta el punto de ningunear todo intento de contextualizar esta conciencia crítica. Hay que conciliarse con un pretérito que, como el presente, siempre será imperfecto; pero no para demonizar hipócritamente a los que nos precedieron, sino para evitar que muchas de aquellas vilezas no se repitan. Y en ese exorcismo no cabe la letal implantación de la pureza que llevaría mismamente a calcinar toda talla de Santiago matamoros, al igual que erradicar de un plumazo el logo del cola-cao. Esa radicalización iconoclasta es otra suerte de damnatio memoriae, que comienza con el exaltado jubileo de la purificación y puede degenerar en un aquelarre como el de la noche de los cristales rotos, con piras de libros para matar la inteligencia. Para maximizar la caza de Theodore Roosevelt, por qué no dinamitar su ciclópeo rostro del monte Rushmore, como en su día lo hicieron los talibanes con los Budas de Bamiyan. Desmontar a los jerarcas de su estatua se antoja hurtarles el ego en la eternidad, tal que los indios privaban a sus víctimas del alma al cortarles la cabellera. Las buenas intenciones pueden transformarse en proclamas terriblemente perniciosas. Para otear el camino de las libertades, es preferible visionar que cegar el pasado. De lo contrario, más que de bronce, nos convertiremos en estatuas de sal.

** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor