Estas cosas pasan y vamos a gestionarlo de la mejor manera posible», ha dicho Iñaki Urdangarín tras ser fotografiado con su nuevo amor. Habla como un casero al que el inquilino ha llamado para decirle que se le ha roto la lavadora. A Sofía Loren le preguntaron que si compartía la visión que se tiene sobre la infidelidad en algunos matrimonios italianos, su presunta flexibilidad con el adulterio. «Yo no soy de Italia, yo soy de Nápoles», contestó. Lo que yo he oído, de Italia, de Napolés, de España y de Córdoba, es que hay matrimonios que son como narices de Pinocho: cuantas más mentiras, más largos son. El amor, no hace falta nacer Infanta para entenderlo, tiene algo de incendio y mucho de barrer ceniza. Cuando Manoli, mi esteticista, la que me unta cera caliente por el pecho y las piernas y me da tirones arrancándome la virilidad y algún gritito, me habla de ‘La Isla de las Tentaciones’, siempre acaba con la misma frase: «Yo no sé cómo hacen esas cosas que hacen». «Porque son jóvenes», le respondo siempre. Pero miento. El deseo no es patrimonio de la chavalería. La pausa, eso sí, es un tesoro de la madurez.

«Un divorcio siempre es un naufragio», dice mi mejor amigo, que es abogado. Su número de teléfono es el único que me sé de memoria. «Podemos juntar tablones, rescatar cosas de la bodega y encontrar una playa donde rehacer nuestra vida. Pero olvídate del barco, olvídate de volver a lo que era tu casa», añade. Habla desde el punto de vista jurídico, no del emocional. «Yo ahí ya no me meto», me dice, con sonrisa de cirujano. Compartimos vino y hablamos de las vidas de los demás. Una vez vomité dentro de su Seat Toledo gris plomo. Por aquel entonces yo bebía Four Roses con Seven Up. «Hay cuatro rosas en tu honor dentro del vaso que te doy. Dos son por gemir y dos por sonreír», cantaba Gabinete Caligari. Habíamos estado en el Surfer Rosa. No hay destino más lejano que los hombres que fuimos. Extraño las resacas breves. Extraño aquel júbilo improvisado. Ahora cada noche es pulsar con nerviosismo la tecla del F5. Queremos que algo pase, algo que dinamite este calculadísimo y buscado tedio.

Cuando Carla se fue de nuestra casa y yo me quedé sujetando su techo, como Atlas, evitando el negro derrumbe, mi mejor amigo vino para relevarme en la carga. Me hizo unos macarrones con boloñesa. Mientras removía la salsa yo miraba el suelo como Roberto Baggio tras haber fallado el penalti definitivo en la final del Mundial de 1994. «Saldrás de esto y saldrás de lo demás», me dijo. Yo negaba la cabeza. Culpaba al césped. El futuro eran fauces. Mañana, simplemente, no existía. Todo era hoy y el hoy era una zarza que me acunaba. Me comí la pasta entre hipidos. Cuando se fue, sentí mi pena frágilmente aliviada. Respiré con más hondura. El oxígeno había encontrado una puerta para escapar del laberinto de mi pecho. Aún tengo cristales de esa ruptura incrustados en el corazón, absorbidos por la carne, como un estrato, como un nicho punzante en mis latidos. Pero salí. De eso y de los demás que ha ido viniendo. Como un príncipe sombrío.

Temo al desamor, temo al deseo, temo a los espejos. Nunca me amó una infanta, pero sí alguna reina. Estas cosas pasan. El placer es una lengua de signos. Sobre Iñaki y Cristina, como canta Maluma, yo solo espero que sean felices los cuatro. Los amores, como las astas, y a diferencia de los cuernos, se ramifican y son perecederos. «El amante tiene dioses que le protegen», escribió el poeta romano Albio Tibulo. Bendecidos por Venus, de camino al supermercado para comprar geles de frío y calor. Hay sofás que son altares consagrados a la divinidad. Y tanto que pasan estas cosas. Del roce nace el delirio. Del delirio brotan flores hermosas y quebradizas. Las bragas en los tobillos, la camiseta disparada contra el suelo. El deseo es un monarca despótico y cautivador.

*Escritor