Creo que aún no me he contagiado del virus. Cumplí a rajatabla con el confinamiento, después volví a la normalidad con mucha precaución y, cuando recientemente, con la llegada de la variedad ómicron, la pandemia ha vuelto a explotar, he redoblado la precaución. Ya tengo la pauta completa de vacunación, incluida la tercera dosis de refuerzo. Y en ningún momento he tenido síntomas compatibles con la infección. También es cierto que no me he hecho ninguna prueba, ni de PCR ni de antígenos, porque mi vida es muy simple, y no he tenido ningún positivo cercano con quien haya interaccionado de cerca.

Cansado sí que estoy ya, claro, y tengo la cara irritada y algo parecido a una faringitis desde hace más de un año, seguro que todo derivado del uso constante de la mascarilla. También he cambiado algunas de mis costumbres cotidianas, como ir al gimnasio y comer fuera. Me he vuelto más casero y todavía más solitario. Leo más y escucho más música. Y hasta me he aficionado a las series de las plataformas de streaming. O sea que este virus me ha cambiado ya de muchas maneras. Y a pesar de no estar seguro de haberme contagiado, tengo la certeza de que acabaré siendo invadido y transformado de forma más íntima por este virus. Igual que ya he sido transformado por otros a lo largo de mi vida.

A pesar de todo el conocimiento que hemos adquirido sobre ellos, los virus siguen siendo un tema de estudio para los microbiólogos y demás investigadores de la vida. Ya desde su descubrimiento se inició un debate en torno a si son o no son realmente seres vivientes. Como atributos vitales comparten el hecho de disponer de información genética en forma de ADN o ARN, y de ser capaces de replicarla; sin embargo, al contrario que una célula viva, no lo pueden hacer solos, sino que necesitan la energía y la maquinaria molecular de una célula viva. Algunos biólogos, sin embargo, precisamente ven en esta aparente limitación, una refinada estrategia de supervivencia. Ellos parecen centrarse en lo importante: transmitir su mensaje, y dejan que sean otros, los organismos vivos complejos, los que hacen el trabajo sucio.

Parece obvio, viviendo la situación de pandemia que estamos sufriendo, que los virus son algo dañino. Pero, aunque esto es menos sabido y más difícilmente reconocible, los virus también tienen un lado bueno. Los virus están por todas partes, en tierra, agua y aire. No hay ni una sola célula viva que no contenga virus o material genético procedente de virus. En el genoma humano, por ejemplo, al menos la mitad de su ADN procede de virus y hay quien sugiere que del orden del tres cuartas partes puede que provenga de material genético vírico, ya irreconocible por los cambios de la evolución. Más concretamente, entre los genes humanos se encuentran unas secuencias de ADN conocidas como elementos transponibles, cuyo origen está en virus que infectaron al hombre y que acabaron integrados en su genoma. Estos transposones participan en procesos fundamentales para la vida como la implantación del embrión en la placenta, el desarrollo embrionario en general, la producción de la enzima que degrada el almidón en la saliva, las enzimas clave del sistema inmunitario y la formación de áreas del cerebro específicas de mamífero, entre otros muchas características y funciones.

La transformación de los organismos vivos, como el caso del hombre, como consecuencia de una infección vírica, no es un fenómeno excepcional, sino que ocurre de forma continua desde los orígenes de la vida, así que se puede decir que la vida tal como la conocemos sería irreconocible sin la existencia de los virus.

Aunque veamos individuos y especies tan separados y diferentes, la vida es un fenómeno indivisible. Lo vivo es un todo único. Nosotros y los demás organismos vivos que nos rodean formamos un todo, al menos por ahora, y compartimos una unidad de destino. Alguna enseñanza deberíamos sacar de esto para mejorar nuestra manera de organizarnos como sociedad humana y como planeta.

*Profesor de la UCO