Ni Pablo Iglesias ni Albert Rivera han vivido ningún debate sobre el estado de la nación. El último se celebró en febrero de 2015, con Mariano Rajoy en la presidencia del Gobierno, ninguno de los dos era diputado, faltaban diez meses para que en las generales se rompiera el bipartidismo imperfecto con la entrada de los nuevos partidos. Ellos han sido protagonistas de esta España más pendiente de renovar las Cámaras y las mayorías que de intentar hacer política con las cartas de la baraja repartidas una y otra vez. Desde ese último debate del estado de la nación de hace siete años hemos concurrido cuatro veces a elecciones generales y presenciado tres mociones de censura, las fracasadas de Iglesias contra Rajoy en 2017, de Abascal a Sánchez en 2020 y la exitosa de Sánchez contra Rajoy en 2018. Hemos tenido poco tiempo hábil, parlamentariamente hablando, para sentarnos a hacer debates sobre política general del país, y lo que es más preocupante pocas ganas de utilizar los caminos deliberativos poniendo todas las esperanzas en las victorias.

Ese pleno de política general, sin regulación por ley, ni obligatoriedad por el reglamento de la Cámara, se mantenía como una tradición instaurada por Felipe González en 1983, a semejanza de las comunicaciones presentadas al Parlamento por parte del gobierno de UCD durante la transición. Servía al líder del Ejecutivo para hacer balance de la gestión de ese año y adelantar las líneas generales de su proyecto a medio plazo, y a los partidos de la oposición para visibilizarse en una retransmisión que en la década de los noventa superaba los dos millones de telespectadores y en la última celebración solo consiguió 73.000 espectadores.

Parece el fin de una época, de una manera de entender la política, de la transformación de los medios de comunicación, y no solo tiene que ver con la inmediatez y los titulares. La conversación en términos de utilidad solo la entendemos como confrontativa y las estrategias de partidos y analistas está más en la búsqueda de opositores que de posibilidades de concertación.

Ahora el PP de Pablo Casado reclama la vuelta a la tradición porque prefiere no quemarse en una moción que sabe que está abocada al fracaso, y que además le volvería a obligar a ponerse frente al espejo de Vox, pero quiere seguir manteniendo la tensión preelectoral y apretar al presidente del Gobierno volviendo a presentarse como la alternativa presidenciable, figura que está afanando en cultivar fuera pero también dentro de su partido. Más que un interés por el de bate hay una utilización más de las instituciones para la carrera electoral, y llevamos siete años así.