En el 2015 la ONU aprobó la Agenda 2030 con 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que incluyen desde la eliminación de la pobreza hasta el combate contra el cambio climático, el trabajo por la educación de calidad, la igualdad de la mujer o la defensa del medio ambiente. En el discurso ante la ONU en septiembre de 2015, el papa Francisco definía esta Agenda como «un signo de esperanza importante», pero advertía a la comunidad internacional del peligro de caer en un «nominalismo declaracionista», que supondría «apaciguar las conciencias» con declaraciones solemnes y agradables en vez de hacer «verdaderamente efectiva la lucha contra todos los flagelos». En las últimas encíclicas papales, ‘Laudato si’ y ‘Fratelli tutti’, Francisco nos recuerda que hay que escuchar el clamor de la tierra y de los pobres y dar respuesta. Una respuesta que pasa por el diálogo, el encuentro y el compartir, tres elementos clave para conseguir una «nueva solidaridad universal». Y este es el reto que tiene la humanidad con la Agenda 2030. Hay, sin embargo, un error de método: Pensar que la felicidad del hombre solo depende de que sus necesidades materiales estén cubiertas. Y más que error, «un olvido» lamentable. Esta es una posición muy frecuente entre las ideologías actuales. Pensamos, y así se proclama desde las tribunas más solemnes, que solo cuando tengamos un entorno confortable, sin amenazas de ningun tipo y con todo lo necesario para satisfacer nuestras necesidades materiales, habremos alcanzado la felicidad, el «paraíso en la tierra». Evidentemente, debemos desear que todo el mundo pueda tener todo lo necesario para crecer y vivir dignamente. Sin embargo, todos nosotros hemos vivido la experiencia de que, a pesar de tener todo lo necesario, no somos felices. Todavía falta algo que no podemos darnos a nosotros mismos y que es esencial para nuestra felicidad. La Agenda 2030 ha olvidado que «no solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que salga de los labios de Dios». Desde que el hombre ha aparecido en la historia, se han encontrado expresiones artísticas de este anhelo de infinito y trascendencia, ya sea en los rituales de entierro, ya sea en las primeras pinturas prehistóricas. Por tanto, el hombre está estructuralmente impulsado a un horizonte de trascendencia y sentido sin el que no podría situarse en el mundo. Por eso, es necesario que se incluya un nuevo punto en la Agenda 2030 que refleje esta característica de todo ser humano, una relación con lo que él mismo no puede darse, sino que solo puede recibir como don. Albert Camus, uno de los más destacados pensadores del siglo XX, lo expresó admirablemente, en su obra ‘Calígula’: «Y los hombres mueren y no son felices». Lo que verdaderamente nos rescata de nuestras necesidades más profundas es una palabra que nos salva, que nos interpela desde un Tú y nos ofrece un origen y un sentido para nuestra existencia. ¿Seremos capaces de hacer comprender a los hombres de nuestro tiempo este mensaje de trascendencia? Es urgente y necesario. Evitaríamos así la escena que nos describe Jesús Montiel, en su libro ‘Sucederá la flor’, una escena que es todo un discurso para todos nosotros, los ciudadanos de a pie, los «supervivientes», los creyentes cargados de dudas y de interrogantes. La escena del escritor es tan sencilla como dramática: «Conocí a un hombre de negocios, un empresario que hizo fortuna. Poco antes de morir en la cama del hospital, dijo: ‘Me han engañado’». Ni engañemos, ni nos engañemos, ni nos dejemos engañar. Ni siquiera por la Agenda 2030 de la ONU.