Mis padres viajaron durante algunos años, antes de nacer yo, y parece ser que en uno de esos viajes adquirieron el misterio de un nacimiento. Eran unas figuras muy bonitas, no exageradamente grandes, muy expresivas. Les quedó como tradición ir comprando algunas piezas cada año: los reyes, los pastores, algunos animales. Mis favoritos siempre fueron unos soldados buscando niños, con Herodes contemplando la escena desde una muralla, con el gesto crispado. Mi padre los colocaba junto a la huida a Egipto, otra de mis escenas favoritas. En algún momento de diciembre, mi padre aparecía con la última novedad (casi siempre de Fidela, que se la regalaba a cambio de que él le diseñara el escaparate de Navidad) y, durante esa noche, mientras fumaba y sonaba de fondo alguna película antigua, dejaba montado el belén. Era un gran acontecimiento y un despliegue singular de talento. Mi padre era escenógrafo, y disponía el nacimiento como un escenario. Todo era tramposo y deslumbrante: los largos ríos, los edificios y murallas, la lógica de las figuras repetidas y su secuencia. Construía un escenario, con su luz y sus alturas, y luego lo poblaba. Sentíamos un gran orgullo.

Con el despliegue del nacimiento comenzaba la Navidad, y quitarlo era algo doloroso, a lo que nos resistíamos. Recorríamos los que participaban en el concurso municipal sólo para decir convencidos: el de papá es mejor. Lo era. «¿Por qué no participas, papá?» Y decía, los ojos del libro a ti y de vuelta: «¿Y tener esto lleno de gente haciendo ruido? No».

El nacimiento se convirtió en una colección extensa. Mis padres lo guardaban en varias cajas, de lo que pillaban. La de la aspiradora, una de una vajilla, algunas de zapatos. Cosas así. Lo empaquetaban y lo llevaban al campo hasta el año siguiente. En el 99, cosa rara, recogimos el belén el día de reyes por la tarde, y lo dejamos cargado en el maletero del coche para subirlo la mañana del 7. Alguien dejó la cochera abierta, o la abrieron, y el maletero del coche apareció forzado. La mayor parte de las cajas había desaparecido y algunas figuras estaban rotas en el suelo.

Sé cómo defendería a los autores del robo. Sé el lugar nimio que ocupan en la jerarquía del mal. Y sé que nunca calculamos más allá del daño obvio, del primer paso, y que a mis padres les robaron algo irrecuperable y valioso, irreparable cuando lo que tiene uno en la mano es la Ley.

Mi padre no volvió a montar otro nacimiento. No dijo ni una palabra al respecto. Casi diez años después, un día antes de morir, completamente comido de cáncer, un pequeño trombo se le desprendió y le nubló el sentido unos minutos. Llevaba algunos días lánguido y maldurmiendo, pero se acercó a mi madre radiante, sonriendo, con los ojos aclarados e infantiles. Le mostraba algo invisible con las manos, como si lo tuvieran delante. «¡Han aparecido, Sol, las he encontrado!» ¿Cómo dices? «¡Las figuras!» -No te entiendo, Ramón, ¿qué figuras? -«¡Las figuras! ¡Las figuras del nacimiento!».

*Abogado