Volvemos a la normalidad tras el término de las fiestas navideñas. Guardadas ya las figuras de los nacimientos y debidamente empaquetado el árbol de navidad con sus adornos, enfilamos este III Año Triunfal de la Pandemia, entre la burla temporal del contagio y la vuelta a nuestras rutinas, apenas interrumpidas unos días por el destello de las luces, el sabor de mantecados o alfajores y el sonar de los villancicos. La crónica cotidiana vuelve, como una noria, a la casilla de salida de las estadísticas sanitarias y las subidas de la factura energética, a la charlatanería de la cólera, la impiedad de la ignorancia, las recaídas en tantas barbaries y la virulenta necedad de una época especialmente evanescente y fútil, como si el tiempo se hubiera detenido.

Comenzamos el año al compás de las notas musicales de Josef y Johan Strauss creyéndonoslas muy felices. Barruntando deseos sobre cálculos que sólo estaban en nuestra imaginación. Pero de alguna forma, ese tren de alta velocidad con el que avanzábamos tan deprisa, seguros como súper héroes, se ha detenido en seco. Asistimos desprevenidos y atolondrados a un mundo que se nos ha venido abajo, como tantas veces en la historia, pero que ahora nos ha pillado con el paso cambiado. No lo hemos visto venir. Y nuestras rutinas, que nos parecían tan sólidas, se han vuelto vacilantes. No sabemos dónde ni cómo estaremos en unas semanas o en unas horas, ni los encuentros, ni las celebraciones, ni la economía, ni los viajes, ni las personas que tenemos más cercanas. Son tiempos inciertos y confusos donde las rutinas se van adaptando a unas circunstancias que son muy cambiantes. Resiliencia, nuestra capacidad camaleónica de adaptación, es el término de moda. Tenemos que aprender a desencantarnos de esos encantamientos previos de unas semanas edulcoradas que se convierten, ipso facto, en insípidas o amargas según cada quien, en blanco y negro sin duda. Sería propicio en este escenario, darle una vuelta a cosas que teníamos por muy asentadas, a cambiar de prioridades, a dar valor a lo que se recibe a diario, a discernir lo que me gusta o me interesa frente a lo que es justo o bueno realmente, a desbrozar tantas rémoras que contrarían nuestro camino. En el discernimiento también está la libertad, y creo que somos prisioneros de muchas cosas, siempre demasiadas, que conforman nuestro modo menguado de vivir.

Encaramos a dos ruedas -que con una sola no anda un carro-, de pie sobre la bicicleta de la vida, el Tourmalet de las cuestas de enero, que no redimen ni las deseadas rebajas ni los famosos fondos «next generation»; la madre de todas las cuestas y todas las batallas. La realidad que conocíamos nos ha hecho un corte de mangas y ha cambiado de bando. Y ahí estamos, a ver cómo nos las arreglamos entre la tentación de la huida y el miedo a tropezarnos con un fondo oscuro que nos atrape. Y cómo huir, si ya no quedan islas donde naufragar, que canta el maestro Sabina. Huida que no puede ser de maletas en transporte alguno, sino hacia la luz del conocimiento, de la mesura, de la verdad, de la contemplación, de la dignidad personal, del silencio frente al barullo. Es tiempo, quizás como nunca antes, de aprender a mirar y ver. Como bien escribe el poeta, de «mirar más arriba que abajo./ Ver más que decir./ Escuchar más que hablar. / Esperar más que temer./ Creer más que criticar./Sí más que no./ No más que quizás./ Reír más que llorar./ Amar más que odiar./ Ver. Más. Ver».

*Abogado y mediador