La Real Academia de Córdoba, dentro del ciclo conmemorativo del centenario natalicio de los miembros de Cántico, ha vuelto a poner de actualidad al poeta José de Miguel Rivas, quien a decir verdad nunca lo estuvo del todo a pesar de ser uno de los grandes. Como tampoco él, ajeno a glorias y trascendencias, se consideraba parte del prestigioso grupo cordobés, a pesar de compartir con ellos desde el principio amistad e inclinaciones líricas y vitales. Sin embargo, una sesión académica coordinada por Manuel Gahete vino ayer tarde a hacer justicia poética a quien, desaparecido en junio de 2019 a los 97 años, se marchó tan discretamente como dejó transcurrir su existencia: dedicado a vivir -eso sí, lo mejor posible- y dejar vivir, sin resentimiento ni envidia por el triunfo de otros compañeros de generación y tertulias. Sin ser consciente -la crítica no fue generosa con él, y lectores ya se sabe que la poesía tiene pocos- de ser lo que era, un clásico entre los clásicos, culto, de pulcro verso atravesado de latines y arabescos y dueño de una soltura métrica y sentido del ritmo -sus sonetos son magníficos- dignos del vate más consagrado. Pero Pepe de Miguel, abogado de breve ejercicio y de familia acomodada, era hombre desganado en todo lo que no fuera escribir para sí mismo, cosa que hizo desde muy joven aunque no publicó libro alguno hasta ya cumplidos los 61 años, y eso porque vinieron a buscarlo. También le ocurrió que, pudoroso y cegado por el brillo de sus amigos de Cántico, no se acabó de tomar nunca en serio. De modo que, carente de prisas y ambición, dejó a su muerte cientos de espléndidos versos inéditos que alguien debería rescatar en beneficio de la buena literatura.

Apenas si disfrutó de laureles en vida, pero tampoco los reclamó ni los echaba en falta. En su naturaleza noble, sin recodos y con un gran sentido del humor, no había lugar para la amargura, o al menos no la exteriorizaba. Asumía con orgullo el papel de segundón en Cántico que le había adjudicado la crítica, como al gran Vicente Núñez, quedando ambos adscritos como segunda generación del grupo. A este había llegado De Miguel en los años cuarenta del pasado siglo a través de Julio Aumente, compañero suyo en la Facultad de Derecho de Granada; y muchas décadas después acabó convertido en su memoria documental -sumada a la de Pablo García Baena, un sentimental que no se desprendía de nada ni de nadie-. Este tipo pequeñito y nervioso lo guardaba todo. Su piso de Ronda de los Tejares, barroco, ordenado y coqueto como él mismo, era un lujoso almacén de recuerdos archivados que enseñaba a las visitas como quien guarda un tesoro. Te sentaba en el sofá y tiraba del hilo de la memoria, que administraba con gracejo y hasta con mala uva si tenía un día sarcástico, aunque los aguijonazos solía emplearlos más bien en agudos epigramas. Y entonces, mientras las comentaba entre divertido y nostálgico, iban pasando por tu vista fotos de peregrinajes tabernarios, de peroles de bohemia poética en la finca de sus padres en Trassierra, de alocados viajes al extranjero a bordo del Gordini que solo él sabía conducir o de su larga estancia en Torremolinos. A la costa malagueña emigró junto con García Baena en busca de aires menos asfixiantes que los de Córdoba, y tras aventurarse como constructor, montó una tienda de antigüedades que atendía Pablo, tan enorme poeta como pésimo comerciante, con lo que acabó resultando un negocio ruinoso. Todas estas anécdotas y muchas más hilvanaba Pepe de Miguel entre viejas imágenes y fotocopias de sus poemas, que guardaba por miles y repartía a los conocidos que encontraba en sus paseos. No aspiraba a mayor reconocimiento, pero ya es hora de que se le conceda.