De pronto la ciudad amanece niña. Una inocencia olvidada se despierta, exclama, salta y toma posesión de las calles y del cielo. Da igual que amanezca gris o azul. El flautista de Hamelin nos ha devuelto al niño que un día se llevó. Caperucita Roja ha conseguido desenmascarar al lobo antes de caer en su mentira, igual que la Ratita Presumida con el gato chulo y deslumbrante. Y a medida que el sol va subiendo, sonriente, feliz, a lo más alto del cielo, la infancia, por unas horas, se hace dueña de la vida. Los que ya nos alejamos tanto sentimos una nostalgia, una añoranza, la melancolía de una infancia que ya no sabemos si existió o solo es el sueño de érase una vez un tiempo en el que creímos que podíamos volar, que podíamos vencer a los dinosaurios y ganar una carrera con la bicicleta, y ser papás y mamás cuidadosos, atentos con nuestros muñecos, nuestras cocinitas y nuestros cochecitos.

Es una infancia feliz, porque permanece eterna allá en nuestro fondo, por más que queramos olvidarla, por más que, a lo largo de cada año, hagamos por enterrarla para que nada ni nadie nos acuse o nos ridiculice de que un día, una remota mañana de Reyes, fuimos así, esperamos desde la tarde anterior a que se hiciese de noche, para acostarnos pronto, para dejar en el balcón un poco de agua, una poca de paja a unos camellos, y algunos alfajores, algunos polvorones, alguna copita de anís para unos reyes, que eran magos porque sabían si cada uno de nosotros se había portado bien durante todo el año, porque podían abarcar en una noche todas las casas, todos los pisos, todos los pueblos, ciudades, caminos de España y dejar en cada ventana, a los pies de cada cama, algunos juguetes. Luego, todavía con el frío de la madrugada, se encendía la luz, y en pijama, en camisón, sin importar el frío, la hora, tan distinta a la de cada día para ir a la escuela, los ruidos extraños en un rincón del cuarto, o en el comedor, los rumores de darle cuerda a un tren, del chasquido de una pistola, del plumier y sus lápices, de los pasos con zapatillas nuevas, y la alegría, y no hay tiempo para desayunar, para vestirse, solo la prisa por salir a la calle y jugar para siempre, inocentes, nobles, transparentes, así aquella mañana remota, sin miedos, sin zozobras, sin desolaciones.

*Escritor