Saltándose el orden alfabético, ha irrumpido una nueva variante del dichoso virus. Se trata de Eris, una cepa que no presenta un cuadro de patologías novedoso, pues su reservorio es tan antiguo como la propia historia de la humanidad. Eris no es una letra del alfabeto griego, sino la diosa de la Discordia, aquella moradora del Olimpo con especial predilección por juguetear con las debilidades humanas. Ya lo hizo hace unos milenios, lanzando una manzana dorada cuya disputa entre tres diosas desembocó en la Guerra de Troya. Curiosa la similitud entre una manzana y una pelota de tenis, aunque nunca me imaginé a Novac Djokovic trasmutado en Paris. Claro que aquí no se trata de dirimir entre Heras, Atenea y Afrodita quién es la más bella, sino quién la tiene más larga.

El Abierto de Australia ha sustituido a la boda de Peleo y Tetis como foco del carajal humano. Nosotros los españoles partimos de unos prejuicios judeocristianos que pueden laminar nuestra objetividad. Nótese la general antipatía patria hacia el tenista serbio, el reverso frente a ese cariotipo de yerno perfecto llamado Rafa Nadal. Y para enredar aún más las iconografías, coincide nuestro apoyo al deportista manacorí con enseñorear estas altísimas tasas de vacunación frente a ese efecto oscurantista del avispero balcánico. Huele a reminiscencias de Santa Alianza y a pendones de Tercios de Flandes, pero hele ahí que el partido que pretende acaparar este ideario se lanza en defensa de Djokovic invocando la polimorfa y vilipendiada insignia de la libertad. No se vayan, que aún hay más. La Francia de Macron no nos hostiga como en tiempos de Francisco I. El presidente de la República gala dice que tiene ganas de joder a los negacionistas, institucionalizando verdades como puños: el ideario primigenio de los derechos del hombre y del ciudadano no solo se vertebra en la libertad, sino también en la igualdad (cuestión que palmariamente el número uno del tenis se ha saltado a la piola) y en la fraternidad (ese pequeño detalle que en estos tiempos de pandemia obliga a primar el interés colectivo frente al individual). Desgraciadamente, la razón también se pone a matar moscas, como dice Page de Garzón. Es esa tendencia autodestructiva de fisurar nuestras convicciones, aunque vengan avaladas por el peso de la ciencia. Y, sobre todo, la querencia de empatizar con el malote, el falaz victimismo que tantas y tantas veces oculta una egolatría. La postura de Djokovic encanija el final de la pandemia porque los traficantes de egoísmo finalmente han encontrado un héroe. Si es difícil introducirse en un pensamiento ajeno, más lo es en la privilegiada mente de quien ha alzado 20 Grand Slam. Pero hay en Djokovic algo de malditismo, de camuflar en la firmeza de unas actitudes el cariño buscado en la controversia. No se trata de hurtarle por argucias esa cima del Olimpo tenístico, pero tampoco de dejarnos doblegar por la tiranía de su narcisismo. Me acuerdo de Indiana Jones y la Última Cruzada, cuando, jugándose la vida, el famoso arqueólogo intentó recuperar del abismo el Grial. Su sabio padre le recordó que, aunque fuese el sueño de su vida, solo era una Copa. Cuanto más, aquí hablamos de una raqueta y una pelotita. Pero ya se sabe que no tenemos remedio.

**Licenciado en Derecho. Escritor