A finales de octubre, el politólogo Ian Bremmer publicó un ensayo en Foreign Affairs sobre el momento tecnopolar. Si la guerra fría dio lugar a un mundo bipolar, dominado por los Estados Unidos y la extinta Unión Soviética, y el ascenso de China, India y otros países consiguió que se hablase de un mundo multipolar, el poder de las grandes corporaciones tecnológicas sugiere este nuevo concepto de tecnopolaridad, en el que estas empresas hablan de tú a tú con los Estados tradicionales.

Se habla ya, en el ámbito de la geopolítica, del espacio digital, un terreno de juego tan virtual como real, que escapa de las reglas tradicionales, porque está creciendo y creando sus propias reglas. Los gobiernos necesitan de las grandes empresas para sus planes, y la digitalización de lo público no es posible sin Google, Amazon, Microsoft ni Apple, sin las telecomunicaciones o la conectividad que es ya imprescindible.

La reflexión de Bremmer, lúcida e inquietante, ha provocado algunas respuestas de otros analistas. En Foreign Policy, P. Khanna y B. Srinivasan escriben sobre la política del gran protocolo (Great Protocol Politics), y presentan diez grandes tendencias, no todas creíbles. La primera viene a decir que la proximidad de la red es ahora tan importante como la proximidad física, y que los postulados básicos de la política internacional sobre ciudadanía, migraciones y uso del poder y de la fuerza necesitan ser repensados. Desde luego, parece razonable.

Otros puntos de vista parecen más discutibles. La visión de estos autores tiene mucho que ver con la utopía de un mundo tecnológico descentralizado y seguro gracias a la encriptación. De eso trata precisamente la llamada Web3, una promesa de red universal gestionada por sus usuarios, y no por las empresas que conocemos ahora mismo. Esta visión anarco-liberal del futuro inmediato choca con los hechos: la peor vulnerabilidad en materia de ciberseguridad de los últimos tiempos (Apache Log4j) ha sido combatida por voluntarios no pagados. Si la promesa del nuevo mundo digital consiste en superar los poderes sólidos de toda la vida (Estados, grandes empresas) para sustituirlos por una red autogestionada basada en recompensas individuales, la propuesta es de una debilidad extrema. En el mundo real, los ciudadanos quieren de nuevo poderes fuertes que les devuelvan la seguridad perdida. El verdadero debate no es sobre la promesa tecnológica: es sobre el ejercicio del poder y la defensa de la democracia.