Hoy, domingo, con la fiesta del Bautismo de Jesús, la liturgia de la Iglesia cierra el ciclo navideño. ¡Cuántas y qué hermosas estelas nos deja la Navidad! Desde su argumento central, -«Dios con nosotros»-, que contemplamos en la Nochebuena y en la Natividad del Señor, hasta la escena del Bautismo de Jesús, que le administra Juan el Bautista, a orillas del río Jordán. La Navidad nos deja a Dios, hecho hombre, la Gran Noticia, comunicada por el coro de ángeles a los pastores de Belén, nos deja un Salvador, el Mesías, el Señor. En el prólogo de su Evangelio, san Juan anuncia que Jesús es la Palabra de Dios hecha carne: «La Palabra se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros» (Jn 1,14). En Jesús, Dios se manifiesta quién es. Jesús es la verdad de Dios, la transparencia de Dios. En Jesús nuestras palabras tienen un modelo de lo que debe ser la palabra de la persona humana: manifestación, transparencia y fuerza de lo que llevamos dentro. La Navidad nos deja también la silueta de la Sagrada Familia, en el portal, como icono de nuestras familias: «pequeñas comunidades de amor, escuelas de virtudes, iglesias domésticas». La Navidad sirve de marco para darnos cuenta del paso del tiempo, en la despedida del año viejo y la bienvenida a un Año Nuevo. De algún modo, el 31 de diciembre cerramos una etapa y comenzamos otra nueva, una oportunidad compartida para agradecer lo vivido, dar carpetazo a lo negativo y orientar todas las fuerzas hacia un futuro que siempre imaginamos prometedor. En esta fecha contactamos con esa bondad esencial que nos hace desear a otros lo mejor para los próximos 365 días, mientras nos proponemos dejar a un lado lo que nos ha hecho daño. Con frecuencia andamos despistados, perdiéndonos y preocupándonos por cuestiones ridículas. Del mismo modo que hizo Moisés con el pueblo, también a nosotros se nos ponen delante dos sendas: una que nos lleva a sobrevivir o malvivir, y otra que nos lanza a ponernos en pie y vivir con mayúsculas. Ojalá elijamos con decisión esta última y nuestros propósitos de este año tengan que ver con decidirnos a empuñar la vida, a aventurarla con pasión y sin medida, sabiendo que cada minuto es importante y cada pequeño gesto de amor s esencial. La Navidad nos ha dejado, con las cabalgatas de los Magos de Oriente, a los «buscadores de Dios», aquellos intelectuales de su época, que se ponen en camino, siguiendo una Estrella, para averiguar dónde ha nacido el Mesías. El Señor quiere llegar con su presencia hasta los confinen del mundo y hasta los rincones de todos los corazones. Y la última estela de Navidad nos llega hoy, con la fiesta del Bautismo de Jesús. Impresiona verle en la caravana, puesto en fila, como uno más, para bautizarse. Su gesto es conmovedor: Jesús se puso entre los pecadores que necesitaban conversión porque se identificó con el pueblo. Y así, identificado con los más despreciados y desde la situación de ellos, Jesús vivió la profunda experiencia del Padre, que le llamó su «Hijo predilecto» y le destinó, con la fuerza del Espíritu, a «promover el derecho en las naciones». Desde aquel momento, su vida cambió radicalmente. Allí vio Jesús lo que representaba la Buena Noticia, el proyecto del «Reinado de Dios». A eso se dedicó por entero. Y como subraya hermosamente el papa Francisco: «Hemos de anunciar el Evangelio con apacibilidad y firmeza, sin gritar, sin regañar a nadie, sin arrogancia ni imposición. La verdadera misión no es hacer proselitismo, sino suscitar interés por Cristo. Pero, ¿cómo se hace? Con el propio testimonio, a partir de la fuerte unión con Él, en la oración, en la adoración y en la caridad». ¡Espléndido reguero de estelas navideñas para nuestras vidas!