La otra tarde escuché la sirena de un coche de policía «a través» de una película. Anochecía, me hallaba bien anclado a este mundo real (preparaba una tortilla), y era un coche de policía real el que bramaba histérico en medio de la penumbra. Fui consciente, sin embargo, de que aquel sonido lo escuchaba «a través» del filtro de centenares de películas donde coches de policía hacen tronar sus sirenas por, digamos, el Bronx, mientras Sam o Bill se comunican nerviosos con la central. Caí entonces en la cuenta de hasta qué punto el celuloide ha moldeado nuestras percepciones y conformado nuestros recuerdos. Siendo un niño vi en el cine (¿dónde si no, en aquellos tiempos?) la por entonces célebre cinta ‘Le llamaban Trinidad’. Me encantaba el modo en el que Terence Hill se rascaba las palmas de las manos. Estuve varios días rascándome así (aunque no me picara), para desconcierto de mis padres. Luego esa costumbre desapareció, pero ¿quién sabe cuántos gestos he tomado del cine y no reconozco ya como tales?

El séptimo arte ha provocado un fenómeno inédito en la historia de la transmisión cultural, pues nunca el mundo de la ficción se había mezclado de tal modo con nuestro mundo cotidiano. Antes podíamos hacernos una idea vaga del protagonista de una novela; ahora -en su versión cinematográfica- conocemos de memoria cada pliegue de su barbilla. Miles de personajes imaginarios pueblan nuestra memoria con el mismo nivel de detalle que el de gente realmente conocida; multitud de peripecias que nunca existieron condicionan nuestro modo de percibir las cosas, incluso cuando andamos preparando una tortilla, y anochece, y hace siglos que no vemos al capitán Furillo. En épocas anteriores, la conducta era troquelada mediante gestos o frases de las personas junto a las que uno crecía. Ahora se encargan de ello actores, técnicos de imagen y guionistas profesionales.

Por algún motivo inexplicable hace treinta años dejé de ver películas. Es por eso que el repertorio de mis gestos aprendidos se nutre del trabajo de actores que o están muertos o empiezan a usar pañales de nuevo. Supongo que ese es otro de los factores que contribuye a otorgarme un aire tan anticuado. Spencer Tracy o James Stewart viven dentro de mí igual que lo hace mi abuelo, prestándome tanto el arqueo de sus cejas como su sentimentalismo algo pasado de moda. No puedo evitar, por tanto, que cuando percibo una amenaza contra la que no cuento con la ayuda de nadie, justo en ese momento sea yo Gary Cooper. Y aunque no llevo colt ni sombrero, me calo este a fondo, acaricio la culata de aquel, aprieto los dientes e intento caminar con paso firme, solo ante el peligro.

*Escritor