No dudo que hay niños que no tienen capacidad para que los Reyes Magos los visiten porque viven en situaciones de exclusión social donde los reyes no llegan. Pero si consiguen acceder a estos lugares, entonces son mucho más magos todavía. Sin embargo, no es menos cierto que en el ámbito de la sociedad occidental, el problema no es ese sino todo lo contrario: podríamos decir que nuestros hijos tienen exceso de regalos que hace que los reyes cada año sean menos magos por culpa de un amor paterno incontrolado y sin visión de futuro derivado paradójicamente de un pasado de escasez; mi niño lo mejor, que no le pase como a mí. Pero todo tiene su medida y tanto materialismo se está cargando la ilusión, que es el principal regalo para un niño. Esos árboles tienen demasiados paquetes, tantos, que los niños mucho antes de la cuenta empiezan a dudar de muchas cosas. Los hay que incluso empiezan a aburrirse.

¡Cuánto hemos cambiado! Y para bien en muchos aspectos. Especialmente en nuestra Andalucía, donde gracias a Dios ya no pasamos hambre. Pues los niños deberían saber que la referencia principal de nuestra tierra hace setenta años era el hambre. Y con hambre era imposible aburrirse. Tanto, que el porcentaje de hambre de una familia significaba la medida de su felicidad. Claro, con esa premisa, imaginen la ilusión que podía hacer a un niño que aparte saciar su hambre, los reyes le trajeran algo. ¡Y cómo ha cambiado el compromiso familiar! Hasta los niños se implicaban en ayudar a los padres. Por eso les voy a contar como mi madre, Manuela, en su pueblo de Iznajar, se buscó sus propios reyes aun creyendo en ellos. Porque sabía que para que vinieran, de alguna manera tenía que dar un empujón a los caballos de sus majestades por muy empinada que fuera su calle llamada Puerta del Rey: resulta que ella es la segunda de ocho hermanos y en Pascua, bastante tenían mi abuelo Juan y su fragua con ganar todos los días para que hirviera la olla, como para hacerse cargo también de la gestión de los señores de Oriente. Así que aquel año, de nuevo parecía que ningún hermano era merecedor de la visita de esos nobles. Entonces mi abuela Amalia le hizo a mi madre una bata larga, un gorro de papel y le pintó la cara con picón. Y mi madre, contentísima fue por todo el pueblo con un calcetín como bolso tocando a todas las puertas y diciendo: aquí están los santos reyes con contento y alegría, aquí esta Manuela Cortés haciendo la cortesía. Todo el pueblo le dio lo que pudo y ella llegó con el calcetín lleno. Mi abuela recogió el calcetín y tiró para «Villalba» una tienda que había de todo. Y en aquel negocio, los reyes magos en la persona del dependiente esperaron con la cortesía que solicitó mi madre a todo Iznájar, para que después de la noche más bonita del año, ocho niños despertaran con la alegría que merecían.

*Abogado