Hace un año, arrancaba una nueva etapa en la que la letra P encarnaba tres principios sobre los que se enfocaban muchas esperanzas -Planeta, Personas y Progreso- y que se han visto puestos a prueba una vez más. Hemos cerrado un año en que nos encontramos 365 días más cerca de alcanzar el punto de no retorno en la crisis ambiental. Y seguimos sin encontrar la forma de hacer compatible la preservación del planeta con fórmulas de desarrollo sostenible que permitan un progreso al servicio de las personas. La cumbre del clima de Glasgow fue una nueva oportunidad perdida, con avances y compromisos, pero aún insuficientes. Mientras, no solo la Tierra, día a día, nos sigue ofreciendo señales alarmantes. Las crisis de existencias de materias primas, de costes energéticos y de suministros, o las reticencias a modificar hábitos de consumo y movilidad, nos recuerdan que la transformación inevitable de nuestras formas de vida y producción no será fácil ni exenta de costes. Y cuanto más tardemos a asumirlo, más difícil será llegar a tiempo. Esfuerzos ambiciosos como el de la reconversión del sector del automóvil, con una confluencia de intereses privados y estímulos públicos, permiten atisbar que hay voluntad para alcanzar un futuro sostenible. Las resistencias ante el despliegue de las energías renovables, por poner otro ejemplo, señalan justo lo contrario.

Nada ha amenazado tanto el bienestar material y la salud de las personas como la persistencia de la pandemia del covid-19. La necesidad de tomar medidas para salvar millones de vidas ha situado a nuestras sociedades ante la necesidad de encontrar equilibrios entre seguridad sanitaria y actividad económica. Entre restricciones epidemiológicas y libertades personales. El desaliento ante la prolongación de la crisis sanitaria, la desinformación o la instrumentalización política irresponsable nos han puesto también a prueba. Y aunque las reacciones más irracionales, egoístas o ventajistas siguen siendo una amenaza constante para la convivencia, podemos felicitarnos de hasta qué punto hemos sido una de las sociedades más resistentes a este virus. Igual que nos podemos congratular del esfuerzo sanitario, y de la confianza puesta por la inmensa mayoría de la sociedad en los profesionales, que han permitido el éxito de la vacunación. Sin él, la oleada desbocada de contagios a que nos ha arrastrado la nueva variante del virus conllevaría una mortalidad de la que afortunadamente estamos muy lejos. Su principal amenaza es la de desbordar la capacidad de superar los recursos puestos a disposición del sistema sanitario hasta comprometer su operatividad. Y ese sí es un peligro del que tenemos indicios cada día en nuestros centros de asistencia primaria y hospitales.

Salimos de un año en que la apuesta por el papel de lo público, por la aportación extraordinaria de recursos poniendo en cuarentena las cautelas sobre el endeudamiento, ha evitado de nuevo las peores consecuencias económicas y sociales de la crisis y ofrece la oportunidad de poner las bases para la reconstrucción. Pero los nubarrones en forma de carestía energética, inflación y encarecimiento de la deuda ponen fecha de caducidad a las políticas de expansión del gasto público. El tiempo corre, tanto para no desaprovechar la oportunidad brindada por los fondos europeos como para empezar a acordar fórmulas de contención del gasto que no pongan en peligro la estabilidad política que ha permitido capear razonablemente el segundo año de la pandemia.    

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