No, no me gusta. Un pensamiento que me sirve para desentrañar el porqué, a medida que pasa el tiempo calculado de Navidad a Navidad, se hace más grande el agujero en mi corazón. Y me explico: cada año falta más gente a la que he querido. Pero esta no es una respuesta recurrente ni una teoría banal, sino más bien, y así me lo malicio, algo más común, algo que nos pasa a todos y de lo que somos más conscientes a medida que van rodando aficiones y apegos cuando se acerca, suave y silenciosamente, el crepúsculo.

Ahora bien, como se trata de hablar de la Navidad, me gustaría hacerlo de manera más o menos certera, aunque ya he avisado de que no me gusta.

Pónganse en situación: tenemos los inocentes villancicos, (esas composiciones musicales que en sus inicios versaban sobre acontecimientos del momento), que nos remueven y enternecen porque nos trasladan al tiempo, ya saben, en el que descubríamos la verdad con expectación y curiosidad, la infancia. Luego tropezamos con las lucecitas de colores, alegres y pizpiretas, que intentan decirnos que hemos triunfado, que somos felices y que todo es sencillo, que basta con dejarse ir. Seguimos con los juegos caprichosos de los brillantes escaparates. Como esta cuestión ha sido suficientemente criticada y denostada por mentes destacadas, no hay por qué entrar ahora a desmenuzarla.

Y la joya de la corona: reuniones con familiares y amigos, en las que, a veces con ímprobos esfuerzos, intentamos recomponer lo que se ha ido erosionando en estas relaciones emocionales, cualquier día de cualquier mes e incluso de cualquier año.

Es suficiente. Sabemos de lo que hablamos. (En otro momento habrá que tratar holgadamente de este consumismo salvaje y muchas veces irresponsable con el que coexistimos).

Por supuesto que estos pensamientos son discutibles pero no me parece tanto las ganas que tenemos de ser protagonistas de nuestro tiempo feliz, sin mostrar ni aburrimiento ni miserias. Porque nos gusta la vida y los villancicos, las luces de colores, los escaparates y el amor de la familia y gente amiga. Y todo esto agita y moviliza nuestras emociones, nos ayudan a ser felices.

De tal planteamiento Nietzsche nos diría que es fingir para sobrevivir; pero no estoy de acuerdo del todo. Creo que somos organismos vivos que no queremos pasar desapercibidos sino que intentamos hacer historia y trascender. Que, tras las vicisitudes de la vida de cada cual, sabemos que aún quedan muchas rosas, mucha música, muchas expresiones artísticas, muchos ratos para leer, charlar e incluso criticar a los vecinos.

Está claro que estas fiestas sacan a la luz cómo no cejamos en nuestra aspiración vital a experimentar, a aprender, a buscar permanentemente la propia identidad. Traigo a colación lo que le dice el personaje del padre al joven Solly, el adolescente judeo-alemán de la cinta cinematográfica Europa Europa de la directora polaca Agnieszka Holland: «No olvides quién eres».

Eso, no olvidar quiénes somos aun dentro de los días navideños con su parafernalia y sus protocolos, tanto colectiva como individualmente. Mientras nos debatimos en una disyuntiva seria aunque divergente: la de ser camaleones de nuestra propia existencia o la de convertirnos en héroes casi por casualidad. Particularmente me inclino por la heroicidad y la generosidad, incluso sin comprender muy bien lo que estas fiestas me provocan.

Y es que no me gusta la Navidad, que ya lo he dicho reiteradamente, pero, ¡ay¡, no me puedo sustraer a su embrujo por los ojos de las niñas, de los niños que aún creen en la más hermosa mentira jamás contada, los Reyes Magos.

* Docente jubilada