De cuando en cuando hay que recordar ese precioso tesoro del intelecto que es el lenguaje, convirtiéndose la etimología en su piedra filosofal. Que el rastro del tiempo lo condiciona todo no hay más que observarlo en la raíz de dos vocablos ahora no tan pujantes, sustituidos por otros que no dejan una estela tan reveladora. Así, la crónica no es más que la atestiguación del tiempo (el dios Kronos de por medio); y el cronista, su escribano. La crónica se vuelve tediosa cuando los acontecimientos entran en bucle, y ante una falaz repetición de lo vivido, vuelve a recurrirse a ese prefijo mágico. Lo crónico refleja la severidad del estancamiento, convirtiéndose en el ángel caído de la repetitividad. La buena prensa se la lleva el ciclo, asociada a las cosechas y al libro de las buenas horas. Sin embargo, el calificativo crónico se lapa a los malos augurios, asociándose inevitablemente con el resorte de la enfermedad.

Aunque el reloj no se detiene, una forma chusca de intentar gripar el tiempo es realizar la crónica de lo crónico, una redundancia tan estúpida como la secuencia de hechos que estamos viviendo. La sexta ola puede perniciosamente asociarse con una estabilización de los frentes; la macabra calma chicha de las trincheras, donde es compatible combatir el tedio jugando a las cartas asumiendo al mismo tiempo la certera cuota del francotirador.

Lo incómodo resulta cuestionarse cómo es posible que el continente de la opulencia, el llamado a encabezar las tasas de civismo y vacunación, presente en estos momentos los peores índices de contagio. Es cierto que llevamos varias décadas asumiendo el recorte de libertades y ofreciendo ese diezmo al dios de la seguridad, pero eso no convierte a los negacionistas en referentes libertarios. Sus proclamas solo pueden abanderar una revolución de chichinabo, pendones que rápidamente entregan en cuanto ven las orejas al lobo de una posible entubación. Llama por ello la atención la actitud draconiana del Gobierno de los Países Bajos, decretando el confinamiento en el periodo navideño, esa severidad retroactiva más asociable con la arquetípica indolencia de los países sureños.

¿Y aquí? La enésima andanada se hace palpable en la Conferencia de Presidentes. Sánchez la convoca el día del Gordo, con la morbosa moratoria de insinuar restricciones el mismo día que, con un golpe de suerte mediante, las mascarillas pueden saltar por los aires acompañadas de morrazos y espurreo de cava. La autocomplacencia no es la mejor respuesta a la ejemplar actitud de la ciudadanía española, tal y como reflejan los índices de vacunación. Cuando la variante ómicron le hace pedorretas a las barreras de contagio, no puede endosarse a los españoles una vocación de emular al santo Job, cronificando las oscilaciones de la pandemia. Estamos en una fase crítica de incurrir en el hastío, o de mandar a hacer puñetas toda llamada a la precaución. El contraataque frente a estas tentaciones pasa por regirnos por evidencias. La primera, que la vacuna nos ha protegido frente a males mayores. Junto a ello está la contrastada efectividad de la mascarilla y la sempiterna querencia de la clase política de colocarse medallas al tiempo de endosar al contrario incómodas restricciones. Otra evidencia: las hospitalizaciones tienen un carácter piramidal, así que lo mejor es laminar esa base para alicortar los ingresos en UCI. Esta sexta ola no estaba prevista, por lo que eran prescindibles los allegados y las recomendaciones de la comunidad científica. Falta la crónica de la anticipación; de reconocer que es huero el triunfalismo vacunal si no va acompañado de otras medidas más contundentes. En caso contrario, la que se hará crónica será nuestra estupidez.

 ** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor